Ampliar la CE
LAS DIFICULTADES del actual proyecto de ampliación de la Comunidad Europea -la cuarta desde su fundación- nacen tanto de las peculiaridades de los candidatos como de la situación de desánimo comunitario provocada por Maastricht. Es obvio que la objeción puesta por el Gobierno español a ratificar la constitución del Espacio Económico Europeo (EEE) si Dinamarca y el Reino Unido no han hecho- antes lo propio con el Tratado (le Maastricht, no tiene nada que ver con los cuatro miembros que, siendo de la EFTA, han firmado el EEE como paso previo a su ingreso en la Comunidad. España, al igual que varios de sus socios, pretende que la CE a la, que puedan acceder Austria, Finlandia, Suecia y Noruega sea una estructura más claramente definida de lo que lo es ahora.Nada hay en las circunstancias de los candidatos que haga rechazables sus aspiraciones. Las credenciales democráticas y económicas de cada uno de esos países son impecables. Dos de ellos (Austria y Noruega) están preparados para integrarse con toda normalidad en la "primera velocidad europea" de la Unión Económica y Monetaria. Por otra parte, los problemas suscitados por la neutralidad de Austria y Suecia correspondían a una situación internacional de enfrentamiento bipolar, hoy superada.
No es sólo que la Comunidad intente diseñar una estructura propia de seguridad crecientemente independiente del paraguas de Estados Unidos. Se trata de que esa estructura deberá hacer frente a los nuevos problemas: el estallido de la antigua Yugoslavia; los peligros derivados de la posible desintegración y guerra civil en Rusia (Finlandia tiene la frontera más larga de Europa con Rusia); las nacionalidades, los refugiados, los residuos nucleares.
La ampliación debe producirse, porque no existen razones válidas para impedir el acceso a la Comunidad de países que cumplen con todos los requisitos. Pero no es sencilla: planteará problemas de funcionamiento, como, por ejemplo, la complejidad de una Presidencia rotatoria de 16 Gobiernos o el reequilibrio del voto en la Comunidad. Pero estas son cuestiones de importancia comparativamente menor.
¿Qué ocurriría si, concluidas las negociaciones, las poblaciones de uno o más de los países aspirantes se manifestaran en referéndum en contra del ingreso? ¿No nos obligaría a considerar que algo está sustancialmente mal en la CE? El asunto tendría un efecto similarmente devastador al de la negativa danesa o británica a ratificar Maastricht y los comunitarios no podrían encogerse simplemente de hombros y abandonar a su suerte a los candidatos a los que su población negara legitimidad para integrarse en Europa. No es una cuestión menor: con la posible excepción de Austria, las opiniones públicas de los candidatos son cada vez más dubitativas respecto de su integración. Por ejemplo, en Finlandia y en Suecia el bloque del sí pasó, entre mayo y noviembre de 1992, del 44% y 4 1 %, respectivamente, al 28% y al 32%. El dato aboga a favor de la aceleración de las negociaciones. Si se recuerda, además, que en 1996 debe producirse la primera revisión de Maastricht, ¿no sería normal que los cuatro candidatos participaran en ella? Sus consecuencias les han de afectar como al que más.
En Suecia, la cuestión se complica además por la obligación constitucional de celebrar elecciones cada tres años (las próximas, en 1994) y por el compromiso existente de que tales comicios se utilizarán como referéndum sobre la integración en Europa. Si las negociaciones con la CE terminaran en 1994, los suecos tendrían que esperar a las elecciones de 1997 para decir sí y con ello perderían la revisión de Maastricht de 1996. Se comprende que tengan tanta prisa. La misma que los noruegos, que, aun cuando tienen problemas en las áreas comunitarias de política regional, pesquería y petróleo (la cuestión de la pesca fue determinante en el primer no noruego de 1972), han comprendido que, les guste o no el sistema diseñado en Maastricht, no pueden seguir viviendo de espaldas a Europa. Probablemente, ninguno puede.
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