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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sereno anuncio de una tormenta

Dice uno de los personajes de esta terrible y tensa película, probablemente la más sincera y sin duda la más suelta y libre de las 22 que hasta ahora ha realizado Woody Allen: "Te equivocas: Dios no juega a los dados con el universo, juega al escondite". Esta réplica se oye después de la primera gran escena del filme y la ilumina hacia atrás perfectamente: una escena de choque, en la que, sin violencia física, Allen —con absoluto dominio de sus recursos de siempre— logra uno de los más violentos vapuleos al espectador que se han visto en una pantalla.

Allí, en forma de vértigo, un matrimonio en ilusoria demolición comunica a otro matrimonio que se cree no menos ilusoriamente estable su decisión de acabar la siniestra comedia y se pararse amistosamente, es decir, en estado latente de guerra total. La cámara —después descubrimos que ella es el ojo atónito del espectador— balbucea, se tambalea de un lado a otro, con la aparente irrealidad, llena de lógica, de la mirada de un borracho profundo que descubre la endeblez de las apariencias de celofán que envuelven a la verdad de las cosas.

Maridos y mujeres

Dirección: Louis Malle. Guión: David Hare, sobre la novela de Josephine Hart. Música: Z. Preisner. Fotografía: P. Biz¡ou. Reino Unido, 1993.Intérpretes: Jeremy Irons, Miranda Richardson, Juliette Binoche, Rupert Graves, Leslie Caron. Cines Palacio de la Música, Amaya, Benlliure, Aluche y, en V. O., Renoir de Cuatro Caminos.

Dirección y guión: Woody Allen

Estados

Fotografía: Carlo di Palma

Intérpretes: Woody

Unidos, 1993

Kremer, violinista. Obras de Berwald,

Allen, Mia Farrow, Judy Davis, Sidney

Estreno en

Pollack, Juliette Lewis

4. Cobertura: Rivas-Vaciamadrid, Arganda del Rey, Vallecas Pueblo. Personal: 50 colaboradores. Financiación: cuotas (1.000 pta / mes / programa), socios (200 pta / mes), fiestas. Años de experiencia: 1983. Programación: 6 horas (de 18.30 a 0.30), de lunes a sábado.

Un turbio 'culebrón'

La sensación que crea este frenético diálogo a cuatro voces es al mismo tiempo fascinante y mareante. El espectador, zarandeado por el tambaleo de la imagen, busca la vértebra —si es que la hay— que sostiene a una situación insostenible. No la encuentra: como Dios, se esconde. Maridos y mujeres es una averiguación en ese escondite que comparten la brutal ausencia divina y la hipócrita presencia humana.

"La vida ya no imita al arte, sino a la mala televisión", oímos en otro momento. Estamos, en efecto, embadurnados por la materia viscosa de un culebrón: un inteligente cineasta hurga sin guantes higiénicos en los basureros de la imaginación para recomponer con desperdicios una sombra pesimista de lo que pasa en el derrumbe cotidiano de la falta de horizontes de la vida contemporánea, en un santuario de su parte opulenta: el Manhattan de Woody Allen, escenario otra vez de la comedia de la mentira del amor y de sus sucedáneos o basuras residuales: "¿No ves que te estoy implorando que tengamos un hijo que tampoco yo quiero tener?".

O la lucha en busca de nada: "Ahora que soy libre me he dado cuenta de que necesito no serlo", O la reducción del hogar a prostíbulo: "¿Dónde quieres que esté mi marido? En mi casa, en mi puta casa", eco de otra sorna:

"¿Por qué quieres que me ponga en manos de una psicóloga que escribió que las Sabinas se ganaron a pulse que las raptaran?". O el placer como protocolo judicial: "Estaban obsesionados por tener un orgasmo simultáneo y por fin lo tuvieron cuando el juez les concedió el divorcio". O la sentencia de Allen personaje, nunca tan cercano como aquí al Allen ciudadano de Mannhattan: "El corazón no late con lógica", que es el sosegado preludio, el sereno anuncio de una tormenta íntima que se le avecina: "Voy, como un sonámbulo, al precipicio": abismo en el que no hay caída en el vacío, sino un lento deslizamiento hacia él: "Ahora, por fin creo, me parece", cierra Allen esta desoladora incursión en sí mismo, "que estoy bien. Quiero decir que me encuentro tranquilo". Quién sabe si se refiere a la tranquilidad de los muertos o a algo mucho peor.

Por ello, en su grande y varia da gama de matices, en muchos de la infinidad de fugaces destellos que lo atestan, se percibe que Maridos y mujeres es, por la inteligencia y la sinceridad de la introspección que le anima, una película premonitoria.

Y se intuye que Allen es consciente de ello, pues su retrato de Mia Farrow . evídencias abrumadoras de que el personaje Judy Roth es una sombra calcada de la actriz o, más exactamente, de la idea que Allen tiene de ella, lo que demuestra que escribió y rodó el filme a tumba abierta— es enormemente cruel, lo que sería injusto si no hubiera tanta o más crueldad en el autorretrato que Allen hace de sí mismo en su personaje Gabe Roth.

Una cumbre suicida

En efecto, la escena de Allen con la muchacha veinteañera Rain en un taxi y ya en la zona de desenlace sin vuelta atrás de la película tiene claras tonalidades suicidas. Por un lado, la actriz—imprecisa y monocorde; un solo gesto-mueca— Juliette Lewis fue rápida y tozudamente elegida, pese a su evidente medianía, por Allen; y no es quimérico deducir que éste lo hizo a causa de ese rostro achinado, que necesitaba para este personaje, reflejo de la hija china de Mia Farrow con la que Allen en redaba ya la historia que desencadenó el invivible melodrama personal por todos conocido.

Y, por otro, esta máscara china le asesta en esa crucial escena un tan tremendo mazazo moral que lo aniquila como personaje y hace de él un náufrago superviviente y a la deriva. Sólo le que da, tras esta escena suicida, la tabla de salvación de aquella aludida mortal tranquilidad con que se vacía este formidable filme sobre la vaciedad de unas vidas, un filme cuya precisión formal es mili- métrica, cuyas audaces escritura y realización rozan la perfección, cuya capacidad de síntesis asombra por la cantidad de elementos dramáticos que conjuja sin es fuerzo aparente.

El filme de un maestro de su oficio, que nos devuelve —tras muchos balbuceos— al cineasta en la plenitud, en el punto más alto —gracias a la impenetrable densidad que hay detrás de su transparencia y del amargo laconismo que late detrás de su divertida verborrea— de esa plenitud.

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