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Agotar la legislatura, ¿Para qué?

Xavier Vidal-Folch

¿Cómo llegaremos al otoño? En fuego cruzado, las dos crisis -económica y política- que atraviesan España se alimentan mutuamente. La recesión económica enerva a la sociedad y crispa la escena institucional y parlamentaria. Esa crispación, en un ano electoral, ensombrece las expectativas e inhibe las decisiones empresariales. Casi todo proyecto de inversión está hoy aplazado o paralizado, lo que agudiza los perfiles recesivos de la coyuntura. Y ello realimenta el malestar social y político. El pez se muerde la cola.Pese a las insistentes peticiones del primer partido de la oposición para que convoque inmediatamente elecciones anticipadas, el presidente de] Gobierno, Felipe González, ha reiterado, en uso legítimo de sus competencias, su intención de agotar la legislatura. Que ésa sea la mejor opción es discutible, pero indiscutiblemente constituye ya un dato político que sería estúpido ignorar. De modo que esta travesía del desierto durará, salvo rectificaciones imprevisibles, hasta otoño.

El principal peligro de este escenario es la posible pérdida de los -¿nueve?- próximos meses. El prematuro inicio de la disputa electoral amenaza con sacrificar las urgentes tareas pendientes -especialmente la de sentar las bases para la futura recuperación económica- en el altar de las frivolidades y el espectáculo de la crispación partidista. Esta perspectiva no inquieta a algunos, los predicadores-Casandra partidarios del conocido lema cuanto peor, mejor. Al revés, les resulta estimulante. No es el caso de la ciudadanía, que prefiere la sensatez al desgarro.

Paradójicamente, la pésima noticia de las altas cifras del desempleo en 1992 -tres millones de parados- ha tenido una virtud catárquica. El conocimiento, hace tres semanas, del resultado de la Encuesta de la Población Activa ha inquietado a todos, coadyuvando a desbloquear la vida política. Hasta entonces, ésta venía aquejada de una parálisis casi general. La coalición en el poder -esto es, el equipo del Gobierno y el aparato del partido socialista- sólo acertaba a emitir mensajes negativos o cuyas contradicciones arrojaban una suma igual a cero.

Así, en los asuntos de corrupción, mientras unos urgían a la limpieza moral, otros pasaban de puntillas, haciendo ver que ignoraban su existencia y gravedad. La política económica parecía aherrojada en la inacción y pasivamente a la espera de una mágica fecha para la recuperación internacional. En la política a secas se rescataban erróneamente los viejos vivas a la unidad de la patria como fórmula para debelar el carácter heteróclito del Partido Popular y su parcial secuestro territorial a manos de ciertos minirregionalismos localistas más o menos caciquiles (Cantabria, Aragón, Valencia), mientras se paralizaba el camino a la corresponsabilidad fiscal que exige hoy la profundización autonómica. Como colofón, la ausencia de norte se reconocía implícitamente al tratarse de disimular con apelaciones verbales a un programa aún por elaborar.

En las filas del Partido Popular, el empeño en desarrollar un estilo de oposición intolerante centrado en una deshonestidad socialista presumida con carácter general topaba con el muro de la falta de credibilidad a la hora de afrontar con contundencia las propias miserias (casos Hormaechea, Peña, Naseiro, Calviá). La dinámica de éxito fulgurante del congreso de febrero no pudo soterrar ante la opinión algunas serias deficiencias programáticas, ni el peligroso jugueteo con las cosas de comer: ahí figura el desliz, luego rectificado, de José María Aznar sobre un pretendidamente beneficioso abandono del Sistema Monetario Europeo, o las invitaciones susurradas -desde Davos- a una fuga hacia adelante expansionista como fórmula milagrosa para salir de la crisis.

Como resulta de toda evidencia que con el drama de los parados no se puede jugar, la gravedad de las cifras del desempleo ha surtido el efecto de empezar a sacar al PSOE del ensimismamiento (veremos si de forma duradera), de activar al Gobierno (debate parlamentario, minipaquete de reactivación y plan Borrell de infraestructuras), de situar al Partido Popular en una línea más concreta que la de las grandes denuncias genéricas (demostrando eficacia crítica, pero no todavía capacidad de formular alternativas plasmadas en medidas practicables), y de rescatar a nacionalismos como el catalán de escaramuzas internas, impulsando su estilo de oposición más constructivo (no sólo para el Gobierno, también para la sociedad).

Si esto es así, y no producto de un espejismo de la voluntad, a lo mejor será posible no dilapidar los próximos meses. Desde una perspectiva ciudadana -otra cosa es el interés del Gobierno en ofrecer la imagen de solidez que siempre entraña cumplir los calendarios-, sólo tiene sentido agotar la legislatura si eso sirve para avanzar efectivamente en las tareas pendientes, prometidas y comprometidas. Desde luego, hay bastantes cosas urgentes por hacer: actuar enérgicamente para el saneamiento moral en la vida político-administrativa, imprimir un ritmo más ágil a la simplificación administrativa (hasta ahora prácticamente circunscrita a los ministerios de Agricultura y Obras Públicas), apostar por la profundización autonómica por la doble vía de la corresponsabilidad fiscal y de acelerar la aplicación del pacto sobre las comunidades de vía lenta, desarrollar proyectos como el Plan Hidrológico o la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) y reconducir sin traumas el insatisfactorio proyecto de ley de huelga, etcétera.

Resulta fundamental que el Gobierno ponga en obra la totalidad de sus compromisos solemnizados en el capítulo de reformas estructurales del Programa de Convergencia. Felipe González argumenta sólidamente que la estrategia de reactivación no pasa hoy por un calentamiento de la economía de resultados efímeros o inciertos e impensable con los actuales niveles de déficit y endeudamiento si no se quiere aumentar vertiginosamente el gap de nuestras macromagnitudes con la media europea. La apuesta, por el contrario, consiste en aprovechar la fase de crisis para desbrozar el camino eliminando rigideces, de forma que España pueda encaramarse, más saneada, a la fase expansiva de la economía internacional en el mismo momento en que comience.

Pues si ésta es la apuesta, habrá que prestarle todos los medios. De otra forma, sólo esperando desde la parsimonia, la divergencia nominal y real con los países más avanzados se agrandará. Las medidas del Programa de Convergencia duermen en parte el sueño de los justos: es cierto que se han elaborado muchos de los proyectos normativos anunciados. Pero de los ya formulados, los de más enjundia están fiados a largos trámites parlamentarios (reforma de la LAU, ley del seguro); en otros, la óptica ha sido poco ambiciosa, administrativista o de lenta ejecución (reforma del Inem, formación profesional, reducción del número de organismos de la Administración), y de otros, apenas nada se sabe (supresión de ordenanzas laborales en ausencia de acuerdos entre los interlocutores sociales, legislación sobre precios administrados, exclusividades y situaciones de monopolio), aunque las responsabilidades en algunos casos no sean imputables sólo al Gobierno.

No hay que confiar en unos efectos instantáneos de estas medidas: operarán a más largo plazo, en el sentido de eliminar cuellos de botella y fuentes generadoras de inflación. Pero esta panoplia de recetas fue anunciada hace ahora un año, y su desarrollo práctico -no sólo normativo- debería avanzar a un ritmo más ágil. Como deberían avanzar más otras propuestas posteriores en el tiempo (en el ámbito, por ejemplo, de la flexibilización del mercado laboral). Y si el Ejecutivo no está dispuesto a. ello o no se siente con fuerza política, dada la inestabilidad y morbidez de su coalición con el partido que le apoya, entonces cabe preguntarse si tiene el menor sentido la pretensión de agotar la legislatura.

Los ciudadanos pueden y deben exigir al Gobierno consecuencia en sus propios planteamientos. Y también a la oposición. Resulta patética la reincidencia del Partido Popular en enarbolar una crítica demagógica -cierto que parecida a la empleada por el PSOE hasta 1980, pero inútil para las actuales preocupaciones mayoritarias, especialmente de los sectores centristas que pretende atraerse- contra algunos aspectos de la acción económica-exterior del Gobierno: sea traicionando sus proclamas europeístas en el mismo momento en que la delegación de España luchaba a brazo partido por los fondos de cohesión en Edimburgo, al descalificar a González como "pedigüeño", o ridiculizando la acción de comercio/inversión exterior en China, cuando, por el contrario, debería propugnar la intensificación de esas actuaciones.

Si la oposición pide al mismo tiempo una cosa y la contraría, confunde al personal y se autodesacredita: si hay que ser coherente con la protesta por la pasividad del Ejecutivo, o por sus imprevisiones en la planificación estratégica, no resulta de recibo minusvalorar el plan Borrell de infraestructuras, indispensable para aprovechar los flujos de los fondos estructurales y de cohesión europeos y para insertar las inversiones públicas en un plan de conjunto, por su -por otra parte evidente- impronta electoral.

La ambigüedad programática del Partido Popular y su inconcreción a la hora de proponer medidas alternativas (en el debate sobre el paro) o sus afirmaciones contradictorias (sobre el agua, las pensiones, los impuestos) no sólo dejan sobre ascuas a sectores de votantes sociológicamente susceptibles de otorgarle su confianza. Actúan como un freno para el renacimiento de expectativas positivas de los agentes económicos nacionales e internacionales: afianzan la crisis y no su salida. El argumento usado por Aznar en París para negarse a tomar compromisos de política económica hasta disponer del "inventario de lo que nos dejan" es un mal augurio. Indica que, o no dispone de una sólida respuesta alternativa a la estrategia económica gubernamental -fatal hipótesis para el principio de la alternancia en el poder, básico en una democracia-, o que no se atreve a detallarla, lo que en nada beneficia al país. La oposición debe también aprovechar estos meses para explicar cómo piensa resolver las cosas. Y para contribuir a resolverlas desde ya.

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