Desintegración rusa
EL ANUNCIO de que la primera cumbre entre Clinton y Yeltsin se celebrará el próximo 4 de abril ha ido acompañado de varias declaraciones del portavoz de la Casa Blanca, Stephanopoulos, dando un apoyo claro al presidente ruso y reiterando el deseo de que triunfe su esfuerzo reformador. Lo que no es seguro es que estas declaraciones de Washington tengan, en el actual momento ruso, el efecto que tuvieron en otra época los elogios y estímulos recibidos por Gorbachov de distintos Gobiernos occidentales, encaminados a consolidar su posición. Hoy ha caído el prestigio de Occidente en la sociedad rusa. Hay una esperanza mucho menor de poder avanzar hacia una sociedad de corte occidental, una profunda decepción motivada por la escasez de la ayuda recibida. Sobre unos sentimientos de frustración y desesperanza crece un nacionalismo ruso que acusa a Yeltsin de ser el hombre de Estados Unidos, dañando seriamente su popularidad.Es lógico que la Casa Blanca haga votos por el éxito de Yeltsin ya que las otras alternativas que se dibujan en el horizonte ruso no son tranquilizadoras para la estabilidad de la política internacional. Sin embargo, la realidad es que la reforma de Yeltsin está seriamente quebrantada. La presión del Soviet Supremo, con un gran número de representantes del viejo sistema, ha eliminado del Gobierno a Gaidar y a Búrbulis, los principales artífices de la reforma. Pese a todo, el verdadero problema ya no es saber si el actual Gobierno es capaz de proseguir la reforma y de evitar el caos económico. Lo inquietante es el proceso de desintegración, al parecer incontenible, de los órganos supremos del poder.
Sin duda, Yeltsin es el presidente y es la única persona elegida con un voto popular masivo. En ello se basa su legitimidad. Pero el choque entre Yeltsin y el Parlamento (con su presidente, Jasbulátov, encabezando la oposición) ha entrado en un círculo vicioso. Se convocó un referéndum que ahora se quiere anular. La conciliación fracasa. El presidente del Tribunal Constitucional juega sus cartas. No se. trata ya de que los tres poderes estén separados, como corresponde en una democracia; es que luchan unos contra otros: no se sabe dónde está el poder.
Estas pugnas en la cumbre del Estado facilitan que levanten cabeza los nostálgicos del pasado, como se demostró en las calles de Moscú el pasado 23 (le febrero. Pero, sin duda, el peligro mayor radica en un fenómeno de desintegración horizontal que amenaza a la Federación Rusa. Una serie de repúblicas nacionales que la. conforman se consideran independientes. Así ocurre en el Cáucaso, en la República de los Chechenes, en el Tatarstán, en Bachkiristán. La tendencia centrífuga se refleja directamente en el terreno económico: el deseo de gestionar las riquezas propias amenaza con privar a Rusia de algunas de sus principales fuentes de divisas. Sobre todo porque esta tendencia cobra fuerza en Siberia, incluso en zonas habitadas por rusos pero que tienen una visión distinta de Moscú sobre lo que debe ser la Federación.
Al faltar en Rusia un liderazgo político capaz de crear un proyecto de nuevo Estado adaptado al mundo contemporáneo -y el nido de víboras en que se agitan los dirigentes moscovitas no permite que ello se haga- se refuerzan las tendencias centrífugas apoyadas en fuertes razones económicas: la atracción hacia el mercado chino o japonés, la idea de una Rusia más asiática que europea. Son ideas que encuentran en Siberia campo abonado.
Por sorprendente que resulte pensar que después de la desaparición de la URSS la Federación Rusa puede a su vez sufrir un quebrantamiento que lleve a la aparición de poderes diversos, nacionales o regionales -pero todos deseosos de autogobernarse, incluso en temas internacionales-, lo cierto es que tal posibilidad se abre paso. Ello plantea problemas desconocidos para el futuro de las relaciones internacionales, lo que preocupa a los Gobiernos occidentales. Éstos asumieron el fin de la URSS; ahora es natural que prefieran la continuidad de Yeltsin. Pero el problema de fondo sigue existiendo.
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