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Tres soluciones

ALBERTO RECARTETras hacer un repaso de: la historia de los últimos años de la economía española, fundamental para comprender la grave crisis por la que ésta pasa ahora, el autor propone tres soluciones que, en su opinión, constituirían una auténtica 'transición económica' y que nos permitirían no vivir de espaldas a Europa.

Nos enfrentamos a la mayor crisis de la economía española desde 1958, provocada por nuestra entrada en la Comunidad Europea y por el debilitamiento de la industria, afectada tanto por esa entrada, como por otros factores que influyen negativamente en sus posibilidades de competir con productos extranjeros.Si estoy en lo cierto, sólo superaremos esta situación cuando recuperemos nuestra competitividad, bajando los tipos de interés, permitiendo que la peseta se devalúe, preferiblemente dentro del SME, y tomando, silmultáneamente, medidas que flexibilicen la economía. La más importante de las cuales es la reforma del mercado de trabajo.

En España, la variable básica que, históricamente, ha condicionado el funcionamiento de la economía es la balanza por cuenta corriente, fiel reflejo, atenuado, de la comercial. Cuando el déficit corriente desaparezca, la economía española estará en disposición de volver a crecer y a crear empleo; habremos salido de la crisis. La coincidencia de la crisis del SME, y la depresión en otros países europeos, ha oscurecido hasta qué punto somos sensibles a lo que ocurre en nuestra balanza de pagos.

Cuando España se integró en la CE (el cambio de dirección más importante de nuestra historia económica desde que el fracaso de la autarquía llevó al Plan de Estabilización en 1959), la preocupación de nuestros economistas era cómo respondería nuestro aparato productivo a la libertad de comercio comunitaria. La industria española nunca había vivido sin protección. El desarrollo económico hasta 1975 tuvo lugar sobre la base de una industria protegida con aranceles y contingentes, subvencionada con fondos públicos y bajos tipos de interés, en continuo desequilibrio comercial con el exterior cuyos déficit se cubrían con los ingresos derivados del turismo. El Estado intervenía todo: precios, salarios, inversiones, tipos de interés, subvenciones, amortizaciones, para mantener una industria que atendía el mercado interior y que sólo exportaba en momentos de crisis interna. Junto con esa industria, sustitutiva de importaciones, el Gobierno español atrajo a las multinacionales con subvenciones, un mercado asegurado y bajos salarios. Ése era nuestro esquema industrial en 1975, cuando comienza la crisis del petróleo.

De 1975 a 1985, la crisis del petróleo afectó la parte más débil de nuestra economía, el sector exterior. Nuestro país fue el que más sufrió entre todos los industrializados. La crisis nos costó la pérdida de 1,5 millones de puestos de trabajo y el desempleo del 21% de la mano de obra. activa. En esta situación, pero con el sector exterior en superávit, tras el ajuste de 1982, España se integra en la Comunidad.

El desastre del sector exterior comenzó en 1987 y se ha ido acentuando con el tiempo en lugar de corregirse. El déficit comercial se incrementó desde 1,1 billones de pesetas en 1986 a 1,8 en 1987, 2,3 en 1988, 3,2 en 1989, la misma cifra en 1990, 3,4 en 1991 y 3,6 en 1992. Estas cifras significan que España tiene en la actualidad el segundo déficit comercial en el mundo, por detrás sólo del de EE UU. El crecimiento del déficit ha sido tan grande que los ingresos por turismo y las transferencias comunitarias (fondos estructurales) no han sido suficientes para cubrir el desbalance, y, en consecuencia, el déficit corriente ha evolucionado desde el equilibrio en 1987 a 0,5billones en 1988, 1,5 en 1989, 1,7 en 1990, la misma cantidad en 1991 y 2 billones en 1992.

Exceso de gasto

El déficit acumulado en la balanza por cuenta corriente desde 19811 a 1992 es, por tanto, de 7,4 billones de pesetas. Ése es el exceso de gasto de la economía española sobre lo que ha sido capaz de producir en el periodo 1988-1992; que se ha cubierto, excepcionalmente, con un flujo de inversiones extranjeras sin parangón en nuestra historia de, aproximadamente, el mismo importe. La crisis del sector exterior se pone dramáticamente de manifiesto en 1992, cuando, con un crecimiento del 1%, tenemos un déficit corriente de 2 billones de pesetas y un desempleo del 20%. Los años anteriores teníamos la esperanza de que los déficit comerciales estuvieran sirviendo para modernizar nuestra economía, y, efectivamente, los bienes de equipo explican una buena parte del total de esa cifra. Pero desde 1991 ya no es así; y en 1992 lo que crecen son las importaciones de bienes de consumo mientras retroceden las de bienes de equipo y se paraliza el crecimiento de la actividad productiva.

Las empresas industriales se han enfrentado con, al menos, ocho factores negativos durante estos años: desaparición de aranceles, eliminación de contingentes, elevaciones de salarios, de impuestos, de los tipos de interés, dificultades de capitalización (por la política tributaria), subida de los costes de la seguridad social y sobrevaloración de la peseta. Muchos de estos factores han incidido en los costes de todas las empresas del país, pero las empresas de servicios, los monopolios públicos y privados y las empresas de la construcción (mientras ha habido demanda) los han trasladado a los cornsumidores, subiendo los precios. Las empresas industriales no han podido hacerlo, como consecuencia de la competencia de productos extranjeros. A pesar de que el tipo de cambio está apreciado en un 15% incluso hoy, respecto a 1987, y de que los salarios han subido en ese mismo periodo un 36%, los precios industriales registran una subida de sólo un 13% en esos mismos años.

Lo raro es que las empresas, que permiten con su actividad productiva el desarrollo de nuestro Estado de bienestar, y de nuestras inversiones públicas, algunas extravagantes, hayan aguantado tanto tiempo. Pero ya ha comenzado un proceso de destrucción de empleo y cierre de empresas acelerado. Tanto es así que en el periodo 1982-1993 se habrán creado, tras el crecimiento del paro en 1992 y 1993, como máximo 800.000 empleos, y de ésos más de '600.000 son funcionarios. Lo que, situado en una perspectiva histórica más amplia, supondrá que a finales de 1993 trabajarán en España un millón de personas menos que en 1975.

Por su parte, los responsables de la política económica, hipnotizados por el SME y Maastricht, se han olvidado de la secular preocupación por la evolución de la balanza comercial, algo que no se permite siquiera EE UU. Hace unos días leía que un relevante hombre público decía que sólo una "férrea política monetaria" podría sacarnos de la crisis; creo que se equivoca, que sólo una férrea acción de Gobierno que iguale las condiciones de competencia de la empresa española con las de nuestros competidores nos sacará de la depresión.

¿Cómo ha sido posible que Gobierno, sindicatos y empresarios no hayamos actuado de concierto para hacer frente a esta situación y que se haya olvidado que nos enfrentamos al mayor reto económico de nuestra historia reciente? Todo ha sido un juego de temores e indecisiones políticas. El temor de las autoridades económicas a la inflación ha conducido a altos tipos de interés y alto tipo de cambio. El temor de los sindicatos a perder fuerza les ha llevado a demandar altos crecimientos salariales. El temor de los empresarios a huelgas y a perder días de trabajo les ha llevado a aceptar subidas salariales que no se podían repercutir en los precios. El temor del Gobierno a las consecuencias electorales de cualquier acción que rompiera ese nudo gordiano lo ha paralizado.

La gravedad de la situación habría justificado una declaración del Gobierno, explicando el problema con que nos enfrentamos y la política económica que se va a aplicar para salir de la crisis; pero no ha existido nada parecido. Oficialmente, nada ha cambiado desde 1992.

Los datos del último trimestre sugieren que en 1993 podremos tener, con el país sin crecer, un déficit de balanza por cuenta corriente (teniendo en cuenta las transferencias comunitarias de los fondos estructurales y de cohesión) en torno al 2% del PIB, es decir, alrededor de 1,2 billones de pesetas; hasta que no se elimine ese déficit, la economía española permanecerá estancada, aumentará el desempleo y el déficit del sector público.

Recuperar el equilibrio

Se me ocurren tres formas de recuperar el equilibrio: dos temporales y una que es un auténtico plan de reforma económica, (y otra de empeorar aún más las cosas, salir adelante con inflación, como propone Nicolás Redondo).

El Gobierno parece haber optado por la más costosa en términos humanos: mantener altos los tipos de interés y el tipo de cambio, tratar de que no crezca más el déficit público, aceptar la disminución de la actividad productiva y el aumento del paro, hasta lograr que disminuyan las presiones salariales y las subidas de precios y que dejemos de perder competitividad con el exterior; hasta que nuestra debilidad económica haga disminuir las importaciones.

El problema de esta alternativa es que la sociedad española puede encontrarse con que el equilibrio se logra con una tasa de desempleo permanente superior al 22%, sin capacidad de crecer y con un déficit público desbordante. Sólo tendríamos una posibilidad cuando se recuperase el crecimiento europeo. Se trataría de un equilibrio inestable, pues nada nos aseguraría que al comenzar a crecer no se volverían a disparar los salarios y los precios. La esperanza última de esta alternativa era que para entonces quizás estaríamos integrados en la Unión Monetaria Europea, como por arte de magia; sueño del que nos ha sacado Delors.

En la segunda alternativa, los sindicatos aceptarían la moderación salarial; a cambio, el Gobierno les garantizaría las leyes que les protegen, además de aprobar la ley de huelga. Habría menos inflación, cerrarían menos empresas y al paro crecería menos. Se alcanzaría el equilibrio en un punto de menor desempleo permanente. Las ventajas para el Gobierno son obvias y para los sindicaros también. Nuevamente se trataría de un equilibrio inestable, que se pondría a prueba con la recuperación europea.

La tercera alternativa es la única realista, en mi opinión. Supone un auténtico plan de estabilización al sector público y limitar el poder sindical, lo que no se ha hecho hasta ahora porque el Gobierno no ha querido asumir los costes políticos que ello implica; habría que bajar los tipos de interés y permitir la devaluación (permaneciendo -si fuera posible- en el SME), pero partiendo del hecho de que el Gobierno está decidido a enfrentarse abiertamente con los problemas que nos están bloqueando económicamente: el poder sindical en las empresas y el crecimiento del gasto público, un cáncer que se extiende irrefrenablemente. Todo lo cual supone iniciativas legales que potencian la base productiva a costa de las administraciones y de los gastos públicos de todo tipo, desde los gastos sociales no imprescindibles hasta las inversiones que no se justifiquen plenamente. La lista de iniciativas sería muy importante: desde la reforma del mercado de trabajo hasta las privatizaciones; pero es inútil hacer una enumeración si el Gobierno que sea no está dispuesto a afrontar las consecuencias sociales y políticas en el corto plazo.

Ese conjunto de medidas, una auténtica transición económica, es un programa político que tendrá que acometer -inmediatamente después de las elecciones- el Gobierno que las gane, y no porque les convenza ideológicamente, sino porque, integrados en la Europa comunitaria, no tenemos otra salida si no queremos que desaparezca primero nuestra industria y después nuestra, capacidad para modernizarnos y crecer. ¿O es que hay alguien que cree que podemos vivir de espaldas a Europa?

Y otra condición: reconsiderar el papel de la empresa en España, que no puede seguir siendo para los poderes públicos sólo un mero suministrador de ingresos fiscales.

es técnico de Administración Civil del Estado.

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