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El despertar del ensueño socialdemócrata

Considera el articulista que el volumen y la composición actual del gasto público, que caracterizan el' denominado estado del bienestar, responden en gran medida a la inspiración, algunos dirían a la transpiración, de la ideología socialdemócrata. Antes de exponer las contradicciones de este añejo ideario es conveniente delatar el ardid dialéctico al que su prole recurre para defenderse de la crítica liberal, ardid que consiste en presentar la alternativa de la derecha liberal como una perversa eugenesia social encaminada a eliminar el Estado y negar así cualquier protección a los más desfavorecidos por el funcionamiento del libre mercado.

Vanas y engañosas son las esperanzas del insensato, y los sueños exaltan a los necios. Como quien quiere agarrar la sombra o perseguir el viento, así es el que se apoya en los sueños. (Eclesiástico, 34, 1-6).

El credo liberal no sostiene la abolición del Estado, como con frecuencia aducen algunos extremistas socialdemócratas, que se manifiestan con fluidez e ignorancia sobre estos y otros muchos temas. La visión liberal asigna al Estado la responsabilidad de asegurar la provisión colectiva de ciertos bienes públicos, lo que no entraña necesariamente que el Estado participe directamente en la producción de los mismos, y de garantizar una renta mínima a los más débiles de la sociedad. Si, por ejemplo, se postula un mayor protagonismo del mercado en la sanidad y en el sistema de pensiones no es porque se quiera privar de estos bienes a las clases que más lo necesitan, sino al contrario, para asegurar la viabilidad de una oferta mínima de estos bienes a largo plazo. Tampoco es verdad, en fin, aunque lo prediquen con empeño y perfidia mefistofélica las huestes socialistas, que la derecha liberal se preocupe únicamente por la eficiencia económica e ignore la suerte de los más débiles: precisamente le preocupa la eficiencia porque es el único medio para mejorar permanentemente la situación de los más desfavorecidos.

El edificio del estado de bienestar también se empezó a erigir con el propósito de proteger a los más desvaforecidos, pero rápidamente se desarrollaron dos pesadas prolongaciones que han desfigurado la esbelta construcción inicial y están ya haciendo saltar los límites de resistencia que inexorablemente establece la lógica económica. Por un lado, la máxima de garantizar unas prestaciones mínimas a los más débiles se fue transformando en prometer lo imposible a colectivos cada vez más amplios; así, por ejemplo, se aseguran prestaciones de desempleo cercanas al salario percibido por los ocupados, de forma que el coste de oportunidad de estar parado y el nivel de empleo se han ido reduciendo drásticamente; o bien se promete que habrá para todos los miembros de la sociedad niveles de educación y de sanidad tan elevados como permita el estado de las tecnologías correspondientes, con el consiguiente racionamiento forzoso y fraude de esperanzas que imponen las limitaciones de recursos. Y todas estas provisiones de bienes y servicios públicos se garantizan, además, con independencia de cuál. sea el nivel de renta de los perceptores de estos bienes.

Redistribución

La otra prolongación radica en el enquistamiento de la idea según la cual el Estado debe reducir todo lo posible las diferencias de rentas existente en las sociedades capitalistas, considerando que para ello no bastaban los anteriores programas de gasto público, sino que era menester además reforzar sus efectos redistributivos mediante el establecimiento de estructuras impositivas fuertemente progresivas. Pues bien, este pesado entramado, irreconocible para las mentes más nobles que lo trazaron, dista mucho de suministrar la protección a los humildes, que preconiza y amenaza con. desplomarse sobre los que más han disfrutado de su cobijo.

Como es bien sabido, en los últimos 40 años el Estado prácticamente ha duplicado su participación en la renta nacional de buena parte de las sociedades occidentales; en España, por cierto, esto se ha conseguido en sólo 20 años. A pesar del fuerte aumento de la proporción de la renta nacional absorbida por el Estado y destinada a la cobertura del desempleo, el pago de pensiones, a la provisión colectiva de medicamentos y servicios sanitarios, a la educación, así como a otros bienes y servicios públicos, persiste la sensación de que el Estado debe hacer esfuerzos mucho mayores en todas estas áreas. A pesar de la masiva intervención estatal, siguen existiendo, hoy como ayer, y acaso más que ayer, minorías marginadas de la sociedad, graves limitaciones de acceso a la vivienda en propiedad o alquiler, barriadas dominadas por el subconsurno y la delincuencia, congestión en los hospitales y sensación de desamparo sanitario, así como otros problemas similares para cuya solución se sigue reclamando un aumento del gasto público. Y, ciertamente, tampoco ha servido el descomunal aumento de gasto público para aliviar el descotento de los sindicatos y otros gremios que se arrogan la representación de las clases más humildes de nuestra sociedad.

Si 20 años atrás en nuestro país, o 40 años atrás en otras sociedades occidentales, a los soc¡aldemócratas y sindicalistas de la epoca se les hubiera anunciado la elevada proporción de la creciente renta nacional que en el futuro destinaría el Estado a gastos sociales, pocos hubieran dudado que un nivel tal de gasto público sería más que suficiente para corregir las injusticias sociales que atribuían al funcionamiento del mercado. No ha de extrañar, por tanto, que ante la persistencia y el agravamiento de los problemas, cuya supuesta solución era aumentar el Estado, se haya ido abriendo paso con firmeza la hipótesis de que el aumento del gasto público no sólo no soluciona los problemas de los más débiles de la sociedad, sino que incluso los agrava. A los socialistas que compartan la preocupación de la derecha liberal por la suerte de los más desfavorecidos cabe plantearles algunas cuestiones. Primera, las manifestaciones sociales indeseables, ¿son consecuencia del libre funcionamiento del mercado o de la degradación de instituciones esenciales para controlar las peores propensiones de la naturaleza humana? Segundo, ante estas desgracias sociales, ¿es el gasto público la solución? ¿Es la mejor solución? Tercero, si persisten serios problemas sociales y acuciantes demandas de mayor intervención estatal después de aumentar el gasto público desde el 25% hasta cerca del 50% del PIB, ¿se resolverían estos problemas y se acallarían esas voces si el gasto público pasara a representar el 75% o, por qué no, el 100% del PIB? ¿Se podrá alcanzar la capacidad recaudatoria, no ya para aumentar, sino simplemente para mantener los actuales niveles de, gastos públicos sin recurrir al impuesto inflacionista? La respuesta correcta a todas estas preguntas es un rotundo no, y para probarlo basta con mostrar las razones por las que el aumento del gasto público no mejora las condiciones materiales de los más desfavorecidos socialmente.

Se solicitan aumentos de gasto público para resolver problemas sociales porque quienes reclaman estos aumentos suelen pensar, bien que dicho gasto es gratuito, o bien que los impuestos necesarios para financiarlo no se pagarán por los destinatarios de esas transferencias públicas. Ambas suposiciones son erróneas. El volumen de gasto público determina el nivel de impuestos que tiende a soportar la sociedad. La parte de gasto público en un periodo que no se cubra con ingresos públicos y genere así un déficit público se deberá pagar con el impuesto inflacionista o con otros impuestos en el futuro a medida que se vaya haciendo frente al servicio de la deuda contraída para financiar ese déficit. El objetivo de ganar elecciones que persiguen todos los partidos políticos en democracia, por otra parte, determina que los que pagan más impuestos en proporción a su renta sean los más pobres (que tienen que soportar al menos la imposición indirecta) y los más ricos, ya que son éstas por definición las clases con menos votantes potenciales. De la misma manera, la composición del gasto público se dirigirá prioritariamente a satisfacer las demandas de la clase media. Ahora bien, este esquema, que en el pasado propiciaba la elección de Gobiernos dispuestos a instrumentar políticas socialdemócratas, se está derrumbando y arrastrará fuera del poder a los partidos políticos que por su ideología o su incapacidad no puedan romper la diabólica dinámica del estado de bienestar.

Pervivencia del sistema

¿Por qué las clases medias no van a seguir votando a quienes les. ofrezcan protección tanto a costa de las clases más humildes como de las más adineradas de la sociedad? Porque en muchas sociedades, y en particular la española, el excesivo crecimiento del gasto público, y por consiguiente, de la carga impositiva, ha terminado por hacer inviable la pervivencia del sistema. El estado de bienestar se configuró en sociedades jóvenes, con tasas muy bajas de desempleo y en un periodo de fuerte crecimiento de la renta nacional, circunstancias bien diferentes de las que caracterizan los países occidentales, y sobre todo España, en este final de siglo. Así, las clases medias empiezan a sospechar que las pensiones de los que se retiren no se podrán financiar ilimitadamente por los sueldos de los que trabajan; que proseguirá el deterioro de la sanidad, de la educación y de otros servicios públicos, de forma que deberán recurrir cada vez más a las empresas privadas que suministran estos servicios, ¿qué proporción de la renta de las clases medias representan hoy los gastos (pagados directamente por las familias, o indirectamente a través de las empresas) en enseñanza privada, medicina privada, pensiones privadas, etcétera? Difícilmente tolerarán continuar pagando en impuestos, una elevada e incluso creciente proporción de su renta cuando gastan una proporción creciente de la misma en bienes y servicios que supuestamente estaban garantizados por esos impuestos. Están ya despertando del ensueño socialdemócrata.

La prosperidad económica de nuestro país pasa por disminuir la carga fiscal. Esta carga, sin embargo, no se puede mermar manipulando los impuestos directos o indirectos, sino únicamente reduciendo significativamente y con carácter permanente la proporción que representa el gasto público en el producto nacional. Este es nuestro principal problema económico; acaso sobren los calificativos, y quien lo resuelva ganará el futuro político.

José Luis Feito es economista.

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