El 'culebrón' ruso
LA CRISIS de poder en las altas instancias del Estado ruso no puede caracterizarse como un dilema simple entre buenos y malos o entre rojos y blancos, susceptible de ser resuelto de forma clara y definitiva mediante el voto popular en un referéndum. El culebrón que protagonizan Borís Yeltsin y el presidente del Parlamento, Ruslán Jasbulátov, oculta las poderosas corrientes subterráneas que están configurando el rumbo de la nueva Rusia.La rivalidad entre Yeltsin y Jasbulátov es la expresión más pintoresca y superficial del conglomerado de problemas que vive el Estado ruso en su fase de transición desde el sistema comunista soviético a otro distinto, hoy en proceso de definición. Para entender lo que está pasando en Rusia es necesario no perder de vista este proceso de definición de la nueva sociedad y, sobre todo, la lucha feroz por la consolidación de grupos de poder (mayoritariamente, producto del reciclaje capitalista de las viejas oligarquías industriales) en el sistema de economía de mercado.
En la rivalidad entre el poder ejecutivo, encarnado por el presidente y el Gobierno, y el poder legislativo, encarnado por el Congreso de los Diputados Populares (superparlamento) y el Sóviet Supremo, se plasma un conflicto de sistemas. El Parlamento ruso, en su forma actual, es un residuo del sistema -soviético -cuyo lema era "todo el poder a los sóviets "-, y en ningún caso debe confundirse con un parlamento democrático de corte occidental, columna de un sistema basado en el contrapeso de tres poderes.El sistema de sóviets es hoy el último, bastión del inundo que formalmente se hundió en la revolución de agosto de 1991. En las estructuras de los sóviets se han enquistado los apparátchiki sin voluntad de cambio, que vieron hundirse bajo sus pies la estructura del Partido Comunista de la Unión Soviética. Hoy, los sóviets constituyen un obstáculo para la reforma y además tienen la legalidad constitucional de su lado. La Constitución rusa, que se va actualizando a base de parches, reconoce, por una parte, la división de poderes (un añadido que data de abril de 1992), pero, al mismo tiempo, en su artículo 104, establece la supremacía del Congreso como "órgano superior del poder estatal", facultado para resolver cualquier cuestión. Entre las competencias del Congreso está la de anular cualquier decisión del presidente de Rusia.
Bajo la protección del presidente, el equipo gubernamental dirigido por Yegor Gaidar puso en marcha una reforma económica radical que fue boicoteada por el Sóviet Supremo de Rusia. Éste sigue sin aprobar la ley que ha de permitir la compraventa libre de la tierra, y ha incluido en el orden del día de sus actuales, sesiones una variante de privatización que da prioridad al colectivo laboral y que, de ponerse en práctica, daría al traste con el actual programa de privatización a base de bonos. Este programa permite el acceso indiscriminado de los ciudadanos a la propiedad estatal, por medio del sistema de subastas. El Sóviet Supremo ha fomentado también la espiral inflacionista al incrementar recientemente todas las pensiones de: jubilación, aplicándoles el mismo coeficiente de incremento, en contra de los deseos del Gobierno.
En este contexto, la lucha entre Yeltsin y Jasbulátov es la lucha por el control del Gobierno y por el control de la reforma económica. Jasbulátov, que se considera a sí mismo como un prestigioso economista, acusa al Gobierno de no tener en cuenta los intereses sociales. El Gobierno, a su vez, cree que la incompetencia en materia económica domina en el Parlamento, incapaz de entender que el precio de satisfacer hoy las reivindicaciones sociales es la inflación y el agravamiento de la crisis para mañana.
Puestas así las cosas, el planteamiento efectuado esta semana por el primer viceministro de Rusia, VIadímir Shumeiko, está más que justificado. Shumeiko propuso que la población decida en plebiscito si la reforma económica se confía al presidente o al Parlamento. Ésta es la cuestión fundamental que debería aclarar el referéndum. Entre los dilemas que pueden esperar está resolver si la nueva Constitución debe ser adoptada por el actual Parlamento o por una asamblea constituyente especialmente elegida para el caso.
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