En la antesala de la muerte hay esperanza
Los 25 enfermos de cuidados paliativos esperan el final de sus días en paz y sin sufrimientos
En pocas semanas, Julián González ha visto resignado cómo cubrían con una sábana el rostro de seis compañeros que han compartido con él una habitación del hospital Gregorio Marañón. Sabe que la muerte le acecha también a él, pero se aferra a la vida con la esperanza de que, al menos, le deje ver casadas a las cuatro hijas que aún le quedan solteras. Julián, funcionario de limpieza del Ayuntamiento de Madrid, es uno de los 25 enfermos -la mayoría aquejados de cáncer- que luchan contra una muerte inevitable en la unidad de cuidados paliativos de este enorme hospital.
, Todos se encuentran -y lo saben- en el último y breve trance de sus vidas, atendidos por un equipo sanitario (que incluye psicólogo y asistente social) cuyo fin exclusivo es proporcionarles "un buen inorir-, según destaca José María Luque, jefe de la unidad.Los tonos pastel invaden las dependencias de esta singular unidad del Marañón, la única de estas características que existe en Madrid, según Luque, y una de las cinco que hay en España. Aunque el color pretende dar una sensación de sosiego, en el pasillo abundan los rostros de amargura de los familiares que buscan un refugio para llorar.
Ana G. C., estudiante de Derecho, relataba el pasado lunes: "Tengo 19 años y sé que muy pronto me voy a quedar sin madre. Mi vida, y la de mi familia, va a cambiar: no somos gente rica que pueda contratar a una mujer para hacer las cosas de la casa. Todo esto nos ha servido para estar más unidos y colaborar más en el hogar: hasta mi hermano pequeño se plancha ya los pantalones".
"Mi madre", asegura Ana, sabe lo que tiene; anímicamente está regular, con la boca dice que va a salir hacia adelante, pero sus gestos dejan entrever que...". Su única preocupación ahora (y la de sus tres hermanos y su padre, gravemente enfermo del corazón) es que Dulce, su madre, no sufra más. "Aquí se preocupan mucho de los enfermos, de quitarles el dolor sin experimentar con ellos".
Conserva Ana el recuerdo triste -no puede evitar, pese a su entereza, que se le empañen ligeramente los ojos- de una escena reciente. La ficción se fundió con la realidad. Ambas veían en el hospital una película de: televisión en la que el protagonista, enfermo de sida terminal, expiró: "Me inuero". Su madre musitó también: "Me muero"'.
Antonia Guerra, de 33 años, también es consciente de que su vida se apaga. "Pero todavía me queda mucha guerra que dar, ¿eh?", advertía el pasado miércoles con una sonrisa contenida. Enfrente de su cama tiene una gran foto con su hijo, de apenas unos años, en sus brazos.
Su pequeño es lo único que en realidad le quita el sueño a Antonia, aunque está tranquila. Sabe que su familia le va a cuidar como si fuera ella misma. Desde que le fue diagnosticado el cáncer de mama que ahora, con múltiples metástasis, la tiene postrada en la cama, Antonia ha sufrido mucho. Llegó un momento en que gritó: "¡Basta! No quiero más radioterapia".
Eutanasia pasiva
Hace una semana volvió al hospital, ahora a la unidad de paliativos, donde ha encontrado cierto sosiego y ve la vida de otro modo: "Vivirnos en un mundo sin sentido; nos preocupamos de tonterías, de cosas absurdas".Antonia, o Nani, como le gusta que la llamen, no se opone ni a la eutanasia activa [acto médico deliberado para acabar con la vida de un paciente que sufre, por petición de éste o su familia] ni a la pasiva.
Ésta es la que, en realidad, se aplica en la unidad de cuidados paliativos del Marañón: suministrar al paciente cuanta medicación precise para que no sufra, aunque ello signifique acortarle algunos días su existencia. "La activa no la quiero para mí. Aquí puedes estar dignamente; lo que hace falta es que se creen más unidades de este tipo".
Julián González no entiende "eso de la eutanasia". Mira de reojo hacia la luz que entra por las rendijas de la ventana y sólo suplica paz y que sus hijas y su mujer no pasen las fatigas que le escondía la vida a sus 62 años.
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