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La Última lady

"La guerra es un gran igualador", solía decir. Durante la ocupación nazi de Holanda, la niña Edda van Heemstra-Ruston, más conocida en el futuro como Audrey Hepburn, pasó tanta hambre como cualquiera: se alimentó con hierbas y bulbos de tulipanes. Y nunca lo olvidó. En una de las entrevistas que concedió a. su regreso de Somalia, poco antes de que se le declarara el cáncer, asociaba el dolor de las madres de que había sido testigo en Baidoa -"que tienen que. ver morir a sus hijos sin poder hacer nada por ellos"- con la impotencia de su propia madre durante el pavoroso invierno de 1944-1945. Secuelas de su infancia en la Europa azotada fueron su fragilidad física y una suerte de fortaleza de carácter que afloraba en sus interpretaciones: desde Vacaciones en Roma hasta Robin y Marian -su última verdadera película: lo que hizo después apenas cuenta-, los personajes de Hepburn estuvieron siempre en la orilla clara de la vida, aquélla en donde una firme intuición la llevaba a sacrificar su felicidad por el deber, o a buscar la muerte de su amado y la propia antes que permitir que a los dos los aniquilara el deterioro.Sólo en Desayuno con diamantes (Blake Edwards) se permitió pasear, como un extravagante sombrero, la liviana amoralidad de Holly Golightly, inolvidable heroína de Truman Capote que pedía a los hombres 50 dólares para ir al cuarto de baño, pero salvaba de la lluvia a un gato.

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Fue Eliza Doolittle en My fair lady, de fendiendo su dignidad de mujer frente a un egoísta Pigmalión, y un implacable testigo del fracaso en que se había convertido su matrimonio en Dos en la carretera (Stanley Donen), la más hermosa movie road sobre una pareja que se ha rodado nunca. Según el propio Donen, tanto Audrey como su oponente, Albert Finney -con quieg vivió un tórrido idilio en la realidad-, asi como el propio director, atravesaban en aquel momento profundas crisis en sus respectivos matrimonios, algo que seguramente influyó en el resultado final, para bien.

Repasando la filmografía de quien fue una gran actriz de comedia -alguien capaz de dar la talla en Charada junto a un veterano maestro como Cary Grant-, sus errores pueden contarse con los dedos de una mano. El peor, aceptar ser dirigida por su marido de entonces, Mel Ferrer, en un deplorable delirio bucólico titulado Mansiones verdes, que casi dio al traste con su carrera y la de Anthony Perkins.Otras equivocaciones se produjeron por omisión: rechazó interpretar para Luchino Visconti el personaje que luego incorporaría Silvana Mangano en Confidencias -la suya era una vieja moral calvinista: le parecía escabroso-, igual que, muchos años antes, había dicho no a Hitchcock para protagonizar una. película en la que debía ser violada. En aquel tiempo, Hepburn acababa de sufrir su segundo aborto rodando Los que no perdonan con John Huston, y no le apetecía tanto trote vaginal.

Aciertos

En la espléndida lista de aciertos que suponen los títulos que rodó se incluye también una negativa: rehusó, por respeto, disfrazarse de japonesa para interpretar Sayonara, una posibilidad que los directivos de la Warner barajaron cuando Marlon Brando amenazaba con rechazar su papel. "Si no tenemos una gran estrella masculina debemos compensarlo con una gran estrella femenina". Audrey Hepbum era entonces un ídolo hasta en Japón.

El público la aclamaba como Ia novia del mundo", "la sonrisa del cine" y "ave del paraíso", pero Audrey Hepburn, como cualquier mujer, se equivocaba de galán en la vida real. El rodaje de Sabrina marcó el principio de un gran amor con un actor alcohólico y atormentado, William Holden, que no se soportaba a sí mismo. Aquella historia, que empezó en una roulotte, terminó porque Holden no podía tener hijos, ya que se había sometido a una vasectomía durante su primer matrimonio. La amistad, sin embargo, prosiguió, y cuando ambos rodaron, años más tarde y a las órdenes de Richard Quine, Encuentro en París, Hepburn fue el principal sostén del actor, que apenas alcanzaba a hilvanar sus frases, arruinado por la bebida.

Obsesionada por la maternidad, se casó con un mediocre actor de moda, Mel Ferrer, y durante los años que duró su-unión tuvo, por fin, un hijo, Sean -que con el tiempo coproduciría Todos rieron, de Peter Bodganovitch-, y- muchos desenganos, que sobrellevó con ejemplar discreción.

Recién divorciada, y antes de embarcarse en otra insatisfactoria experiencia con el psiquiatra italiano Andrea Dotti, de quien tendría otro hijo, vivió una época loca, con una serie de romances entre los que destaca uno, bastante curioso, con el extinto Alfonso de Borbón, duque de Cádiz. Su última unión -aunque no contrajeron matrimonio- fue con un oscuro ex actor holandés convertido en negociante, Robert Wolders, viudo de la actriz Merle Oberon y ocho años más joven que ella. Duró hasta el final. Todo hace suponer que Audrey Hepburn había aprendido ya la lección del realismo. "No es Romeo y Julieta, pero estamos bien juntos. Es una maravillosa amistad", declaró, en el 88, a una revista norteamericana.

El realismo la apartó del cine, consciente de que ningún papel que pudieran ofrecerle -¿quién quiere a una mujer mayor, aunque aún conserve una bella sonrisa, en un mundo donde prosperan los labios hinchados con colágeno?- la compensaría de la serenidad que le proporcionaba trabajar como madre.

Cuando, hace cuatro años, el Unicef le propuso convertirla en embajadora, volvió de alguna forma a la amarga infancia que le había tocado vivir, y se movió incansablemente para difundir, a través de su imagen, las injusticias que presenciaba. Nuestra fair lady acudió a los centros del dolor: Etiopía, Guatemala, Honduras, El Salvador, México, Venezuela, Sudán, Tailandia, Bangladesh, Vietnam y, finalmente, Somalia.

Su última aparición como estrella se produjo hace casi un año, cuando, envuelta en un elegante sari, ofreció, vía satélite, el Oscar honorario al realizador indio Satyajit Ray, que se encontraba inmovilizado en su lecho de muerte. Pero la imagen que todos retendremos como postrera es la de una mujer, conmovida hasta las lágrimas, contando ante las cámaras la tragedia de los niños somalíes. No era una pose. "Desde que volví, no puedo conciliar el sueño".La muerte, otro gran igualador, le ha permitido dormir.

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