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La fiesta ultraliberal terminó

El fin de 1992 marcó simbólicamente el de un largo decenio presidido por el desmoronamiento de los Estados dirigistas y por el triunfo del ultraliberalismo. En los próximos años no habrá nada que ponga en duda la sustitución de una planificación degradada a control burocrático por el mercado. Pero es necesario que se disipe la ilusión de que el mercado es el principio de construcción de un tipo nuevo de sociedad. El mercado es el único medio de desembarazarse de todo tipo de nomenklatura, pero únicamente eso. Sin él nada es posible, pero no trae consigo soluciones, y los países que se confían sólo a él tienen las máximas posibilidades de caer en el caos o de pagar las consecuencias de una desigualdad insoportable. Ha llegado la hora de que el mundo, y en primer lugar una Europa que en 1993 consuma simbólicamente la unificación de sus mercados, redescubra los tres principios sin los cuales el mercado no permite la construcción de una sociedad moderna.El primero es la necesidad de un Estado capaz de tomar decisiones inteligentes a largo plazo y de aplicarlas realmente. No hay una oposición entre mercado y Estado; son las dos caras de la misma moneda. Esta idea debe ser prioritaria en los países poscomunistas, en los que el Estado no tiene mayor existencia que el mercado, puesto que uno y otro se ahogaron en la burocracia y la corrupción. Recordemos que los países de Occidente, antes de lanzarse a la economía de mercado, construyeron durante siglos Estados de derecho y que, tras la II Guerra Mundial, en un país como Francia, la primera piedra de la reconstrucción económica fue la creación de una información económica moderna, sin la cual ninguna política económica, pública o privada, es posible.

El segundo principio es la vuelta a la sociedad de producción. En Estados Unidos, Europa e, incluso, en las vastas regiones del Tercer Mundo no se habla hoy más que de coyuntura. La ausencia de voluntad de crear empresas, de producir y de exportar' paraliza la capacidad de modernización. Y, si Japón ha tenido tanto éxito, ¿no es ante todo porque se ha convertido en una máquina de producción? El capitalismo industrial se encuentra mal porque está controlado por el capitalismo financiero y por la observación pasiva de los mercados. Si no se refuerzan la capacidad de produccción y la calidad de los bienes y servicios producidos, no disminuirá el paro. Debe haber un renacimiento del espíritu industrial y, en particular, los países latino-europeos deben adaptar sus sistemas educativos, de administración e incluso de financiación, para ponerlos al servicio de la producción y de la innovación técnica. No se trata únicamente de cambiar la práctica ecónomica; hay que modificar las ideas y los comportamientos. En efecto, todos nosotros actuamos como si vi viéramos en una sociedad de consumo y de comunicación y no en una sociedad de producción. Nuestra representación de la realidad social opone una mayoría integrada, es decir, consumidora, a minorías excluidas, y esta representación elimina completamente a los actores y relaciones sociales definidos por la producción.

El tercer principio es el de la indispensable solidaridad. La sociedad industrial, tras el destrozo producido por los grandes conflictos sociales, ha hecho reformas, tanto por la vía legal como por la contractual, que han hecho de Europa el continente en el que los débiles viven menos mal. No es mediante campañas humanitarias, como se reducirá la desigualdad y la pobreza, sino con nuevas acciones colectivas e imponiendo nuevas reformas. La opinión pública pide tales intervenciones y se conmueve al ver cómo el mundo se divide cada vez más entre un Sur empobrecido y un Norte que, paradójicamente, se siente amenazado por la presencia ante su puerta de la pobreza.

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Los años ochenta no deben de haber sido sólo el decenio que se inició con Solidaridad y finalizó con el derrumbamiento de los regímenes comunistas, tras la caída del muro de Berlín. Para nosotros, los occidentales, debe ser también un decenio de irresponsabilidad y de indiferencia, tanto frente a la actual injusticia como frente a la creciente crisis económica Fueron una belle époque que recuerda a los años que precedieron a las mayores catástrofes de principios de siglo, como la víspera de la crisis de 1929. Lo que ha caracterizado, sobre todo, este pe riodo de ultraliberalismo, del que el presidente Reagan fue el símbolo principal, es que nuestras sociedades han adoptado una imagen de sí mismas no social y, en consecuencia, han negado su capacidad de actuar sobre sí mismas, su propia capacidad política. Han hablado de objeto, de consumo e incluso de cultura de masas, también han pensado en las amenazas que pesan sobre su medio ambiente, pero han dejado de hablar de creación, de producción, de provecho, de poder, de decisión. Por tanto, recuperarse significa ante todo volver a encontrar la imagen social de nuestras sociedades. En el terreno del pensamiento, las ciencias sociales han sufrido un retroceso considerable en beneficio de una formación puramente pragmática o de una reflexión puramente filosófica, seguramente indispensable, pero que a menudo sirve para alejarse de las realidades sociales. Para decirlo de una forma más general, ¿no era extraño que Europa occidental, que sufre en todos los países de una grave insuficiencia en el terreno de la enseñanza superior, no haya iniciado ni una reflexión ni una reforma cuando hace 10, y sobre todo 20 años, había gran número de propuestas de cambio?

Esa necesidad de cambiar de orientación es todavía más visible y urgente en los países que acaban de romper con el dirigismo, de Polonia a Rusia, de México a Argentina, y de Argelia a la India. Si Europa central progresa, es porque ha reconstruido un sistema político mientras se lanzaba deliberadamente a la economía de mercado. Rusia, por el contrario, ha fracasado no porque haya decidido también entrar en la economía de mercado, sino porque únicamente ha hecho eso, porque no posee hoy día ni Estado, ni empresarios, ni sistema político. Y la misma amenaza pende también, bajo formas muy diversas, sobre países como Argelia o Argentina. En 1993, Rusia no podrá seguir negándose a la necesidad de construir un modelo social, político y económico. Y si no consigue darse objetivos originales, hay muchas razones para temer que se acercará a un modelo autoritario a la china al que Yeltsin acaba de elogiar, porque es cierto que una política de desarrollo autoritaria es más eficaz que la ausencia de política, aunque una política

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democrática sea todavía más eficaz, sobre todo a largo plazo.

Hay un momento para la destrucción de obstáculos y otro para la construcción de nuevos modelos económicos, políticos y sociales. Nos hemos alegrado de la caída de los regímenes comunistas y aceptamos sin discusión la liquidación de todos los regímenes dirigistas y voluntaristas; pero no podemos seguir retrasando el inventar nuevas políticas de desarrollo. Si continuamos siendo pasivos, llegaremos al fin del siglo, dentro de pocos años, en medio de una serie de terribles crisis desencadenadas por el hundimiento de regiones enteras, por el agravamiento de las desigualdades nacionales e internacionales, por el aumento masivo del paro y del subempleo y por el triunfo del miedo que conduce a la parálisis económica, al rechazo de las minorías y a las políticas autoritarias.

Se acabaron las grandes vacaciones ultraliberales. Los fuegos artificiales que dieron la bienvenida al fin del comunismo se han apagado. Hay que volver al trabajo, preocuparse por la producción y la innovación, por los debates y las reformas. Debemos, sobre todo, aprender de nuevo a comprender nuestras realidades sociales en términos sociales. Hoy sabemos hablar de mercado, por un lado, y de culturas y de identidades, por otro, pero entre esos dos continentes no hay más que un agujero negro en el que se han sepultado las realidades sociales y políticas. Hay que hacerlas emerger y volver a tomar el control de nuestro futuro mediante el pensamiento y la acción.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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