Selectividad
EL MINISTERIO de Educación y Ciencia, tras el preceptivo informe del Consejo de Universidades, ha previsto introducir cambios en las pruebas de acceso a la Universidad (PAU) para los dos próximos cursos. Estas pruebas, conocidas popularmente como selectividad, fueron concebidas para garantizar que quienes acceden a los estudios universitarios tengan la capacidad mínima exigida para sacar provecho de los mismos, función que hace ya mucho tiempo cumplen de manera únicamente marginal, salvo por el efecto disuasorio que su misma existencia supone ante potenciales conductas excesivamente permisivas en determinados centros de enseñanza secundaría.Su cometido principal ha venido a situarse en la distribución de estudiantes según las carreras, que éstos señalan por orden de prioridad. Y dado que, especialmente en Madrid y Barcelona, esa distribución deja fuera de los estudios elegidos en primera opción a una fracción importante de estudiantes, las PAU se han convertido en un permanente motivo de preocupación para los jóvenes y sus familias.
Justamente por eso, por su enorme repercusión social y por los efectos que provoca sobre los contenidos de las enseñanzas de COU, cualquier modificación que se proponga debe ser sopesada con sumo cuidado. Es por ello por lo que las modificaciones que ahora se proponen lo son de detalle, no afectando al fondo ni a lo sustancial de la forma. Su fin declarado es aumentar la objetividad de las calificaciones, contribuyendo a disminuir el factor aleatorio y subjetivo en la corrección de las pruebas, junto con un desarrollo de las mismas menos concentrado y agobiante que el actual. No van a resolver, pues, los graves desequilibrios que cada año se reproducen en el acceso de los nuevos estudiantes. Ni conviene tampoco hacerse la ilusión de que esos desequilibrios puedan resolverse con otra organización que las PAU. Se argumenta, a veces con más emoción que reflexión, como si un simple cambio en la estructura y desarrollo de esas pruebas pudiera corregir males que son más profundos y vienen de lejos.
Pues de lo que se trata es de un desajuste entre la demanda de plazas escolares (muy concentrada en las carreras de las que se intuyen mayor facilidad para el empleo) y la oferta, que sólo puede variar, en condiciones de una mínima calidad, lentamente, especialmente por la dificultad en formar nuevos profesores. Y del desajuste añadido entre esa oferta y las necesidades del mercado. Todo ello, en un contexto de rápido crecimiento de las expectativas de estudios superiores, lo que ha llevado a nuestro país a tener una de las tasas de universitarios más grandes de Europa. Ese crecimiento hace prácticamente imposible, sin unas dotaciones presupuestarias suficientes, cualquier solución aceptable por mucho que se retuerzan los métodos de selección de los futuros universitarios.
Podría paliar la situación una política de orientación en los estudios de bachillerato en coordinación con las propias universidades, para lo cual sería necesario que se produjera una enérgica iniciativa ministerial unida a un esfuerzo económico y de planificación considerable, sin los altibajos de los últimos tiempos. Y principalmente la puesta en marcha, de una vez, de la formación profesional superior; que se constituya en una verdadera alternativa a los estudios propiamente universitarios para los jóvenes que acaben la enseñanza secundaria. Es hora ya de ofrecer a la sociedad esa formación, por otra parte esencial para mejorar nuestra competitividad, tan reiteradamente prometida como retrasada, si no se quiere que la situación sufra un deterioro definitivo.
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