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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un actor genial

El ojo público

Dirección y guión: Howard Franklin. Fotografía: Peter Susschitz, Música: Marc Isahan. Estados Unidos, 1992. Intérpretes: Joe Pesci, Barbara Hershey. Estreno en Madrid: cines Rex, Minisalas, Real Cinema y, en versión original subtitulada, Bellas Artes.

Howard Franklin es magnífico escritor de películas. La visualidad que emana sin sensación de esfuerzo de su escritura y la agilidad con que se escapan ritmos vivos de la férrea armazón del relato, de las situaciones sobre que discurre y de los encadenamientos de los fulgurantes diálogos, le permite, al dirigir él mismo su propio trabajo como escritor, dar la impresión de que la película se escribiese directamente en tinta de celuloide y sobre el folio blanco de la pantalla.La transparencia de la aventura humana -llena de emoción y de una originalidad muy poco frecuente- es así total. No se percibe chirrido alguno entre lo que ocurre en la película y su forma de ocurrir, de tal manera que la pantalla de El ojo público más que verse, se respira. Una gozosa comodidad invade al espectador mientras la vive, incluso en los instantes más duros y abruptos, algunos con terrible violencia, de este penetrante ojo público convertido de esta manera, por la identificación a que nos arrastra, en ojo privado.

Escritura y filmación

Es una película profunda, divertida, tensa y apasionante, no sólo por la sensación de solvencia y solidez que se deriva de la completa fusión que Howard Franklin logra entre la escritura y la filmación -que es por donde hacen agua infinidad de películas sobre el papel interesantes y ambiciosas, pero sobre la pantalla quebradas- sino por que relata una fábula verídica, de esas que le obligan a uno a redescubrir por enésima vez, frontándose con incredulidad los ojos, la enorme superioridad que la inventiva de la realidad tiene sobre la inventiva de la fantasía de laboratorio.

Se trata de la historia, sacada de los anales de la crónica negra, de un famoso fotógrafo, que alimentó durante años con sus obras maestras las primeras páginas de los los periódicos neyorquinos en los años cuarenta. Era un reportero gráfico que trabajó siempre solo -jamás se sometió a la atadura de la maquinaria de una redacción- y que tenía un olfato tan afinado para adivinar lo que se cocía en los más intrincados vericuetos del hampa de Manhattan que se escurría, como una sombra en las sombras, en los húmedos callejones donde alguien iba a ser asesinado y allí, a pie de crimen, capturaba para siempre la imagen viva de la muerte.

Este periodista de especie única estaba siempre allí, con su cámara repleta de imágenes impagables, cuando los polizontes acudían a requisar el fiambre. El furor de los gendarmes contra este intruso, del que frecuentemente dependían, no era superado más que por la admiración sin límites que sentían por su astucia. Fue el gran merodeador de las trastiendas del crimen oscuro, el testigo trágico, solitario e irónico del reguero de sangre que dejaron tras de sí los bramidos de los legendarios retacos de postas inventados por Johnny Torrio y su discípulo Al Capone para limpiar de chulos irlandeses a Chicago y que, tras la pacificación de Michigan por Eliot Ness en 1930, se convirtió en arma favorita de las alimañas a sueldo de Albert Anastasia y Lucky Luciano, en la batalla de los sirgadores de heroina y sífilis en las malas calles de los muelles del Hudson.

Esta anguila de las cloacas de Manhattan, conocía todos los senderos de las aceras de la muerte y era un hombre pequeño, mal encarado, hosco, sumergido en sí mismo por la conciencia de que el enamorado que llevaba dentro jamás lograría que una hermosa mujer, dueña de uno de los prostíbulos donde su radar de fotógrafo genial encuadraba por adelantado sus legendarias instantáneas, le mirase con amor. Encarnó por ello, a su insólita manera, el inmortal mito de la Bella y la Bestia.

La Bella es en El ojo público Barbara Hershey, que hace una composición digna de su belleza y talento; y la Bestia tierna es Joe Pesci, aquel que nos capturó cuando era matarife de poca monta, de esos que suelen darle vocacionalmente gusto al dedo en el gatillo, en Uno de los nuestros; y que nos descolocó con su patética composición del viejo homosexual Ferry, cómplice de los asesinos de John Kennedy, en JFK. uno de los secundarios gigantes, máxima gloria del gran cine de Estados Unidos.

Humilde oro puro

Como Walter Brennan, Warren Oates, Edward Everet Horton, Richard Boone, Ben Johnson, Walter Huston, Edward Arnold, Lionel Barrymore, Albert Dekker, Thomas Mitchell, John Carradine, Barry Fitzgerald, Thelma Ritter, Jane DarweIl y decenas más de intérpretes que convirtieron a los rellenos de los repartos de Hollywood en listas de oro, Joe Pesci es un genio, un intérprete dotado de tanta fuerza y tal singularidad que, ahora, cuando por primera vez en su vida es dueño de la pantalla en una humilde película, cuyo presupuesto no alcanza a pagar el desayuno de una estrella, su presencia convierte a esta pobre película en una obra riquísima, indispensable de ver y que deja a la altura de su zapato a las superproducciones de esas estrellas: una joya donde convergen y se funden cine negro y cine lírico, antítesis ahora hermanas.

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