Somalia

La frecuencia con la que la realidad imita al arte comienza a ser preocupante. El último ejemplo, relacionado en este caso con la literatura -que pese a la obstinación de algunos creadores por demostrar lo contrario forma parte del arte-, fue el desembarco en las playas somalíes. Todo el montaje remitía directamente a Evelyn Waugh y su Noticia bomba, o a Tom Sharpe y sus odiseas de policías afrikáners.Cuentan los cronistas que cuando los 1.800 aguerridos marines desembarcaron cerca de Mogadiscio la playa estaba abarrotada por centenares de periodistas. Un lujo de medios tecnológicos que convirtió la playa en un pintoresco espectáculo de luz y sonido.
Ciertamente, la potente industria militar de EE UU tenía que conectar antes o después con la no menos potente industria televisiva. El cine había demostrado las ventajas de dicha unión: desde las películas de John Wayne a la mitificación legendaria del Séptimo de Caballería. Pero en el género habían surgido visiones discrepantes: de un paradisíaco West Point con sus impecables alevines, a las sórdidas trincheras de Kubrick, Coppola o Cimino. Un descenso a los infiernos.
Vietnam había dejado un poso desagradable en las sobremesas familiares: demasiado napalm, demasiado coronel vietnamita disparando en la sien de un vietcong, demasiada barbarie para los niños. La guerra del Golfo propició una primera aproximación más rentable. La CNN nos mostró a todos una guerra aséptica, electrónica y con predominio del color verde de la nocturnidad aérea. Mogadiscio es el reencuentro con los autosatisfechos bienpensantes. Ya se puede cenar el segundo plato sin que se revuelvan las tripas. Lástima que coincidiera con la separación de Carlos y Diana. Decididamente, los guionistas, como la vida, son imperfectos.
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