Muere Celia Gámez, cuyas canciones reflejan casi toda la vida de España en este siglo
La popular tonadillera, que padecía mal de Alzheimer, será enterrada hoy en Buenos Aires
La Celia, la llamaba el pueblo madrileño: una adopción. "Eso quien lo canta bien es La Celia", le dijo un día una muchacha española en una casa de París donde estaba escondida, de incógnito, como si huyera de un amante (luego lo cuento), cuando la escuchó tararear la Estudiantina portuguesa mientras se planchaba un traje (todas sabían planchar: costumbre, de camerino). Vino aquí con papá, de niña, cantando tangos -con buen estilo-, como Imperio Argentina; los paseó por la monarquía, y por el Madrid golfo del teatro Pavón, las churrerías al amanecer -con aguardiente-, los militares ludópatas del Círculo de Bellas Artes, los señoritos con pistola y las vedettes amantes de generales (La Caobita con el dictador Primo de Rivera; y otras que aún viven y tienen título del franquismo). Era una belleza: una gran belleza. Un día le dije que sus fotos en Crónica y en Estampa habían sido una de mis primeras pasiones sexuales de niño y no le hizo gracia: era un recordatorio de la edad. Y lo cierto es que los años la embellecían.Pasó con felicidad de la monarquía a la República. Como el Madrid golfo, y la Puerta del Sol de los grandes cafés de tratantes de ganado -El Colonial- y los periodistas, los intelectuales -Correos; y Pombo: tiraron la casa de ese templo, y aún sigue siendo un solar en la calle de Carretas-; hay un gran retrato de época en los primeros tomos de memorias de Cansinos Assens (Alianza Editorial); del tercero no se sabe nada. En esa época le llegó su apogeo: centro de la revista más bien, soez de la época, Celia entró en un monumento -cuidado, dentro del género- que fue Las Leandras, de Muñoz Román y del Maestro Alonso: Pichi, Lajava de las viudas... Los números aún se cantan, y existe un disco con su voz de aquella primera época, aunque trágicamente reformado: la voz es la misma, pero han creído mejorarlo al añadir a su banda sonora una gran orquesta moderna (Colección Con Plumas: dicho sin mala intención).
Celia, falangista: siguió siendo durante toda la República amiga de militares, señoritos con pistola; añorante de un rey por el que no se sabe si tuvo amoríos -era un rey muy aficionado al teatro; muy madrileño y, como todos, ilusionado por Celia Gámez- aunque ella no desmentía nada: ni afirmaba.
Los fascistas pasaron
La guerra civil la cogió fuera, en la gira -entonces se decía tournée- por el Norte; y se sumó con alegría y con ilusión. Es verdad que ciertos oficios necesitaban de las clases poderosas para subsistir: las castas que mantenían. Además, esos oficios eran profundamente católicos, y llenaban sus cuartos de imágenes. Celia ganó la guerra y se lanzó a la victoria con un chotis: Ya hemos pasao. Era una respuesta burlona al "No pasarán" de los madrileños. En las Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino, está, entero, tal como se filmó entonces: con imágenes de los portadores obligatorios de paz en el contrapunto de la Cibeles protegida por ladrillos y sacos terreros y del Madrid hambriento. No, ciertamente, por voluntad de quienes le defendían, que eran los hambrientos.Pero Celia, con su triunfo militar, se quedó sin género. ¿Como iba a reponer Las Leandras? Era la supuestamente divertida historia de unos provincianos que van a un burdel y se equivocan con un colegio religioso -la orden de las monjas Leandras, o de San Leandro-, y los chistes eran los adecuados: "Tenemos una pupila que hace maravillas en puntillas", aludiendo a la labor que aprendía la niña, y a los paletos se les hacía la boca -o lo que fuera- al pensar en esa maravilla pequeñita que se ponía de puntillas para el sexo... Tardaría muchos años en revisarse la letra, el argumento y dejar casi solamente los números para que Celia pudiera reponerla. La revista no cesaba, pero era modosa, con trajes largos y pequeñas insinuaciones sin exageración. Nada de eso era digno de Celia Gámez -o Gómez, su verdadero apellido-: inventó un género.
En realidad era la opereta, o la comedia musical, pero adaptada a sus condiciones. Sus condiciones eran ella misma: nunca tuvo voz -el tango fue todo estilo-, ni supo bailar. Era otra cosa: su belleza, y no sólo eso. Un ser carismático en el escenario, al que no importaba rodearse de chicas jovencitas y guapísimas, porque ella era "doña Celia". Este género tenía "dignidad": era el momento en que el teatro se vestía de lujo -decorados, trajes- y ella lo hizo mejor que nadie, con los mejores escenógrafos y decoradores de la época. Y los poetas escribiéndole las letras de las canciones -la estructura teatral la siguieron los autores del género: Ramos de Castro, Rigel, Muñoz Román, José Luis Sáenz de Heredia- y los grandes músicos populares, de teatro: alguno como el maestro Padilla (La violetera, El relicario), que vino de París para servirla. Cambió de público: ya no era tan popular, pero había una clase media amplia: y fueron a verla las señoras. Y la Señora. Su género había sido sólo para hombres -y demi mondaines- y ya tenía "clase". Esa clase.
El matrimonio como escándalo
Y se casó. Quiso entrar en la burguesía por la puerta grande, por la de San Jerónimo el Real. Si sus amores habían sido relativamente escandalosos, su matrimonio lo fue más: una apoteosis de todos los escándalos. En la gran escalinata del templo se habían acumulado miles de madrileños con flores: cuando la vieron llegar vestida de blanco, como una virgen, su indignación fue enorme. Quisieron lanzarse sobre ella para arrancarle lo que les parecía una burla. Iba del brazo de lo que quedaba del general Millán Astray, tantas veces caballero mutilado, que era su padrino: y éste tuvo que gritar el clásico "¡A mí la legión!", y los caballeros legionarios les protegieron y entraron con ellos en el templo; y les sacaron por una puerta trasera cuando la multitud lo invadía, persiguiéndoles. Al día siguiente hubo que hacer en los Jerónimos ceremonias especiales de rehabilitación de la iglesia profanada... Unos hermosos espectáculos que ya no se pueden producir.Todavía le quedaba lo que podría ser su gran amor: el periodista Francisco Lucientes. "Por fin uno del Heraldo se acuesta con Celia", dijo el cínico González Ruano: un cuarto de siglo de retraso. Lo vivieron como una tragedia. Paco dejó todo para dirigir la compañía de revistas; luego, ella dejó el teatro y los dos se fueron a vivir a París. Al exilio sexual. No fácil: eran dos temperamentos duros. A Paco le hirió de muerte. Cuando se separaron definitivamente, él fue a Estados Unidos -donde había conseguido su mayor fama-y volvió a España para morir prematuramente. Ella siguió en el teatro: pero ya mal. Se volvió a Buenos Aires. De cuando en cuando volvía: recibía un calor popular, pero tenía que dejarlo. Recuerdo de ella dos imágenes: poniendo el jazmín en la solapa a Lucientes, en la reposición de Las Leandras (censurada), cuando se conocieron; y en París, diciéndome: "Me ha dicho una vidente que seré presidenta de la República Española. Cuando elijan a Paco presidente, claro": vi que por el bar del hotelito modesto pasaba la sombra de Eva Duarte.
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