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La estética de Cuenca

Rueda, Torner y Zóbel. obras de los años sesenta Galería Jorge Mara. Jorge Juan, 15. Madrid. Del 12 de noviembre de 1992 al 30 de enero de 1993.

Siguiendo con el buen criterio de revisar el arte español de los sesenta, aún tan mal conocido entre nosotros, incluyendo en este plural hasta a los sedicentes expertos, la galería Jorge Mara presenta una pequeña antológica del espíritu de Cuenca, pues en ella están presentes sus tres más conspicuos representantes: Gerardo Rueda (Madrid, 1926), Gustavo Torner (Cuenca, 1925) y Fernando Zóbel (Manila, 1924-Roma, 1984). A veces, una acción benemérita, en este caso la creación del Museo Español de Arte Abstracto de Cuenca -que creó Zóbel a partir de propia colección personal y sostuvo también de su pecunio, pero contando con la ayuda asimismo desinteresada y la complicidad estética, sobre todo, de Rueda y Torner-, se convierte en paradójica pantalla reflectante que oculta los merecimientos plásticos de los artistas que la han promovido.

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Polo de irradiación

Tal ha sido en gran parte el caso de los tres artistas ahora en cuestión, y eso que el Museo de Cuenca, además de los evidentes réditos patrimoniales y culturales, reveló ejemplarmente, desde un punto de vista estético, una selección determinada de creadores y obras; un estilo, entonces sorprendente, de instalación museológica, y, last but not least, generó localmente un polo de irradiación intelectual de insólita excelencia, a cuya sombra se fueron forjando generaciones posteriores, que, hagan hoy lo que hagan, lo hubieran hecho peor sin esta inestimable ayuda.

Todo esto ocurría durante los famosos sesenta, cuando nuestra vanguardia local aún pugnaba por sobrevivir en condiciones deplorables de información y con un escasísimo apoyo del público. Ahora bien, ¿cómo quienes hicieron estas cosas tan necesarias e inteligentes podían hacer una obra personal sin interés? Yo creo c ' lue hoy nadie, con un mínimo de solvencia crítica, lo duda, pero también estoy convencido de que es una verdad públicamente aún sólo a medias desveleda, más que por ausencia de convocatorias al respecto, por lo que la inercia y el tópico oscurecen la visión.

En todo caso, la específica atracción de la exposición de los sesenta que ahora se exhibe es que deja constancia del paralelismo entre Rueda y Torner, en el común, aunque diferente, modo que ambos tuvieron de objetivar la pintura, frente al romántico refinamiento de Zóbel, que artísticamente fue por otra vía, mucho más de los cincuenta que de los sesenta, sin interposición alguna de análisis, frialdad, distanciamiento o, si se quiere, valga la palabreja, intelectualización. Eso no significa que Rueda y Torner, y más el segundo, no tengan en el fondo un aliento romántico, ni que Zóbel no fuera uno de los pintores más cultos que uno haya podido conocer, sino simplemente evidencia dos actitudes o vías artísticas distintas. Por lo demás, la selección de obra propuesta es exquisita, con lo que, además de aprender, se goza. ¿Qué más se puede pedir?

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