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El hispanista

Mario Vargas Llosa

En aquella ruidosa y atestada taberna de Sheffield, luego de pedir cervezas, el pelirrojo caballero sonrió de oreja a oreja y confesó: "Cada vez que explico a Góngora, me pongo cachondo". Lo decía con tanta convicción y euforia que le creí. Era un escocés simpatiquísimo. Acababa de escribir un ensayo sobre el sexo en una novela de caballerías y se paseaba por el Siglo de Oro como por su casa, tratando a todos los clásicos de tú. En esos días, los dineros de Albión no corrían por las calles con el fin de fomentar los estudios humanísticos -estamos a mediados de los sesenta, en la declinante Inglaterra- ni las lenguas románicas, pero, ara ñando cielo y tierra (e infierno, si hacía falta), el profesor Frank Pierce se las arreglaba para traer siempre conferencistas a su cátedra de literatura es pañola, aunque tuviera que alojarlos, como a mí aquella noche, en posadas dickensianas donde el inquilino recibía, con la llave de la habitación, una botella de agua caliente para deshelar las sábanas.Creo que el profesor Pierce fue el primero que conocí de esa bienaventurada estirpe -secta, internacional, mafia o masonería- repartida por todos los rincones del globo cuya razón de ser en la vida es contagiar a los mortales de otras geografías la pasión que sus miembros profesan por la lengua de Cervantes y las literaturas que ella. ha gestado en España y en América- los hispanistas. Son muchísimos y están por todas partes, de Japón a Madagascar y de Johannesburg a Helsinki. Constituyen una curiosa humanidad, en algunos sentidos peligrosa -daré pruebas concretas al respecto-, e incluso extravagante, pero, también, generosísima, una punta de lanza de la propagación de nuestra cultura más allá de sus fronteras lingüísticas. Nadie ha hecho tanto como ellos para desprovincianizar el español y convertirlo en ciudadano del mundo, metiéndolo por puertas y ventanas en casas ajenas.Semejante empresa requiere algo más intenso y motivado que la mera enseñanza de un idioma. Es decir, ser no sólo profesores sino apóstoles, cruzados, fanáticos, agitadores mesiánicos o astutos maquiavelos convencidos de que ese fin sí justifica todos los medios. Muchos son eso y todavía más. Algunos, en su celo hispanista, llegan a extremos de dificil calificación. Yo conocí a un profesor de la Universidad de Sophia, en Tokio, que hacía leer a sus alumnos de seminario a Fray Gerundio de Campazas. Y cuando, alarmado, le insinué que, después de esa experiencia, esos pobres japoneses concebirían seguramente un odio patológico a toda manifestación escrituraria en lengua española, me aseguró que no, que les gustaba. Y añadió: "Nadie que se lea un libro así hasta el final puede dejar de decir que es una obra maestra, ¿no cree?". (Era un jesuita).Yo vivo lleno de admiración y gratitud hacia los hispanistas del mundo entero, pero, a menudo, me siento incómodo e inseguro cuando estoy con ellos. Porque hablan el español con demasiada corrección y, por ejemplo, no se equivocan nunca con las preposiciones, como le ocurre a todo bípedo normal, y porque, al menor descuido, sacan guitarras, cantan flamenco, jalean y se empeñan en que uno los imite. Uno de los más ilustres y, por añadidura, anglosajón, me preguntó una vez en público: "¿Tiene usted duende cuando escribe?".Son incansables y feroces organizando congresos, mesas redondas, conferencias, encuentros, aulas, seminarios, en cuyos entreactos siempre se bebe jerez y come tortilla de patatas, y donde se discuten temas como los acusativos de relación en los romances históricos del duque de Rivas o los complejos de castración y las tendencias anal-sádicas en La de Bringas. Rasgo generalizado de la especie es ser capaces de valerse de cualquier recurso para arrastrar a los escritores vivos y muertos al banquillo de acusado de sus cátedras. Armados de grabadoras, lápices y gordos cuadernos los someten entonces a inquisiciones que los dejan confundidos y deprimidos, pues allí descubren los incautos que aquellas fieras hispanistas saben más y, mejor de sus vidas y sus obras que ellos mismos. Pero es muy difícil no acudir a sus convocatorias porque, con el tiempo, han desarrollado, para atraer a los polígrafos a sus predios, unas manas irresistibles.

Nadie, en esto, supera la estrategia renacentista de mi amigo John King, profesor de la Universidad de Warwick. Comparados con los suyos, los cantos de las sirenas que tentaron a Ulises son unos chillidos desafinados. John nuncu invita a dar una conferencia. El tienta y corrompe, mordiendo en el sitio que más duele -gusta- a su víctima y, psicológicamente, la desarma y secuestra. Llegan folletos de hoteles paradisiacos, o menús de restaurantes que llenarían de almíbar la boca de Lúculo, o itinerarios arqueológicos o ecológicos o histórico-Iiterarios o prostibularios y escatológicos. ¿Y quién, siendo débil y mortal, resistiría esos llamados al déréglement de tous les sens cuyo precio es una miserable charla de cuarenta y cinco minutos?

Parecidos, pero más contundentes, son los métodos que ha perfeccionado el profesor Jacques de Bruyn, señor de horca y cuchilla del hispanismo flamenco. De él sí se puede decir que plantó una pica española en Flandes, porque su cátedra, en la Universidad de Amberes, debe de haber hecho más por la difusión de la lengua y la literatura iberoamericanas que varias generaciones de hispanistas normales (si, el espécimen existe). Lo conocí hace ya una punta de años, en circunstancias que lo pintan de cuerpo entero. Recibí una carta suya asegurándome que todas las creencias respecto a la sobriedad de costumbres y hábitos disciplinados de las familias flamencas eran especies calumniosas difundidas por el enemigo y que estaba dispuesto a demostrármelo. ¿Quería yo adentrarme, en su compañía, en un replegado villorio de esa tierra, asistir a una boda y comprobar que sus coterráneos gozaban, comían, danzaban y bailaban como los campesinos de Brueghel y los cortesanos de Rubens, juntos? Fui y, en realidad, se trataba de que diera una conferencia sobre el maldito realismo mágico.

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Pero lo de la boda flamenca era, también, cierto. Comenzó al mediodía en la iglesia y en el ayuntamiento, con champaña y entremeses, y siguió en una casa particular, con manjares que parecían desafiar, cada uno de ellos, todas las prevenciones de los dietistas contra el colesterol, y bebidas irreconocibles y enloquecedoras que impulsaban a toda la concurrencia, incluido yo, a bailar el baile de San Vito. De tanto en tanto, como el baldazo de agua que recibe el boxeador entre round y round para despertarlo, nos pasaban tandas de espumosa cerveza. Entre brumas, yo oía a Jacques de Bruyn citar de memoria El criticón y recitar poemas de Bocángel. Cuando huí de allí, en busca de mi cama, era el amanecer. Cuando me levanté, para partir, la fiesta continuaba y estoy dispuesto a jurar que, en el centro del torbellino, Jacques seguía con Lope, Quevedo y compañía.

El es un hombre que siempre consigue lo que se propone y no me extrañaría que, debido a su apostolado frenético, todos los flamencos terminen hablando español. Cuando suena el teléfono y oigo su voz, ya sé cuál es la disyuntiva: ir a Amberes a hablar a sus alumnos o matarlo. Hasta ahora he optado por ir. No sé cómo lo consigue, pero, vez que me invita a su cátedra, me hace sentir simultáneamente que, si rehúso, perderé el banquete de mi vida, el futuro de, la lengua española quedará comprometido y podrían ocurrirle desgracias a mi familia.

La última vez, su tremendo poder de persuasión estuvo a punto de acarrearme un proble-

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