Casa con luz renovadora
Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la obra de Luis Rosales, hay algo incuestionable: su significación histórica Abril (1935) y La casa encendida (1949) han sido dos hitos en la evolución de nuestra lírica.El primer libro, de modo inmediato; el segundo, con efecto más retardado. Abril trajo a la poesía española un vitalismo necesario, unido a la reevaluación de formas clásicas como el soneto, que resultó decisiva en el definitivo cambio del clima poético del periodo, es decir, en la superación de la poesía pura.
Cuando, en octubre de ese año, Caballo verde para la poesía lanzaba el célebre manifiesto sobre una poesía sin pureza, redactado por Pablo Neruda, pero en el que seguramente también colaboró Federico García Lorca, no estaba sino constatando ese cambio. Abril lo interpretaba por la vía de un mayor clasicismo, aunque el libro diera acogida también al verso libre, que se cifraba en los sonetos.
El impacto de estos últimos fue inmediato, incluso sobre los poetas anteriores, como García Lorca, que no tuvo inconveniente en reconocer que en la composición de sus Sonetos del amor oscuro, comenzada precisamente ese año, había influido la "cruzada" -así la llamaba él- de los poetas jóvenes en pro del soneto. Después de Abril vendrían El rayo que no cesa (1936), de Miguel Hernández, y otros sonetarios de Germán Bleiberg y de Juan Gil-Albert.
La casa encendida tuvo un eco más tardío. Aunque hubo críticos y lectores avispados que entendieron la significación del libro, el hecho es que la obra desconcertó con su imaginería surrealista y su construcción orgánica y desembarazada a la vez. Los años que corrían no eran propicios para entender adecuadamente el largo poema. La poesía existencialista primero, y la poesía social después, enarbolaban entonces sus banderas. Entre Ángel fieramente humano y Pido la paz y la palabra, de Otero, y los Cantos iberos, de Celaya (1950, 1954 y 1955), el panorama poético parecía cubierto.
Sobre Luis Rosales comenzaba, además, a pesar como un sambenito su relación con el franquismo y, de modo especial, su implicación en los trágicos sucesos que desembocaron en el asesinato de García Lorca. Y ello, a pesar de que desde la revista Escorial, que fundó con Laín y Ridruejo, había sido una de las escasas voces dialogantes del régimen.
Rosales pasó toda su vida bajo la sombra del asesinato (le Lorca, a quien estimaba y admiraba, pero no pudo salvar, poeta al fin, y que como tal acabó siendo una comparsa en la siniestra sucesión de acontecimientos que condujeron a aquel crimen.
Ruptura con el realismo
Sería hacia el final de los años sesenta cuando, con el movimiento de renovación poética que rompió con la hegemonía del realismo, comenzó a valorarse adecuadamente La casa encendida. Recuerdo ahora, por venir de la izquierda, el juicio entusiasta que del libro hizo Manuel Vázquez Montalbán.
Esta recuperación de Rosales significó de hecho su inserción en la dinámica viva de la poesía española, rebasados ya los prejuicios ideológicos. Para entonces, el poeta había evolucionado hacia posiciones inequívocas de distanciamiento del régimen, como lo revela su pertenencia al consejo privado del conde de Barcelona.
Eso no obsta para que reconozcamos en La casa encendida y en otros poemas de Rosales de aquella época (sobre todo en Rimas) un trasfondo temático, el de la familia, que enlaza con la sociedad alumbrada por la nueva situación política. La familia, como la tierra -el terruño- y Dios eran componentes sustanciales de la restaurada mentalidad tradicional. De ella surgió una poesía muy mala en general, salvo en unos cuantos poetas (entre ellos, Rosales, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco y José María Valverde, quien, más joven que los otros, fue en algún sentido su discípulo). Los modelos literarios más próximos eran Rilke -Libro de horas- y el Machado de Soledades. Se trataba de hacer una poesía de la memoria de lo vivido.
El logro que significa La casa encendida no debe desvincularse de otros libros de calidad, como Escrito a cada instante, de Leopoldo Panero, y Continuación de la vida, de Luis Felipe Vivanco, que datan también de 1949. La casa encendida es, sin duda, el título central de Rosales. Lo es, sobre todo, por su integración de elementos: poema extenso, un poco al modo del Elliot de los Cuatro cuartetos, pero también del Unamuno de El Cristo de Velázquez; articulación conceptual semiautomática, que funde la escritura libre del surrealismo con la fenomenología bergsoniana.
Todo ello cristaliza en un texto de caudalosa fluencia, donde el estilo acumulativo, de la mano de recursos reiterativos sabiamente calculados, crea una orquestación potente, a través de la cual la memoria del poeta va invocando y conjurando sus sombras, fantasmas y afectos más insistentes, sobre el vislumbrado fondo de la historia última del país, hasta llegar a la revelación de la luz, es decir, de Dios, lumbre que ilumina la casa. Poesía ciertamente no desarraigada, por utilizar el término que Dámaso Alonso puso en circulación en esos años, pero sobre todo, poesía llena de aciertos indudables, centelleantes, que compensan con creces algunos desajustes.
Obra inacabada
Lo que vino después (si la estructura de La casa encendida, el libro de Rimas es obra complementaria) se explica en función de ese gran logro. Así, El contenido del corazón, como El corte hace sangre o Un rostro en cada ola, texto éste integrante del último proyecto del poeta, La carta entera, la obra inacabada donde el autor ha ido vertiendo su concepto de poesía total, esto es, basada en la integración de lo lírico, lo épico y lo dramático, y abarcadora también de lo ensayístico. La modernidad de tales planteamientos resulta obvia. En ella ha de basarse seguramente la perduración de lo mejor y más sólido de esta poesía.
A Rosales se debe también una producción crítica considerable, de la que destacan sus ensayos sobre Cervantes y Villamediana, ejemplos de cómo un creador sabe enfrentarse a textos cimeros sin erudiciones superfluas ni excrecencias arqueológicas.
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