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La construcción europea, sin eufemísmos

Pues bien: ¿quién de entre nosotros levanta su pluma contra Altiero Spinelli, forjador realista de aquella bella idea de Europa de los ochenta? Que yo sepa, nadie se atreve a esa proeza. Incluso quienes mantienen propuestas tan distantes deben fundamentarlas en razones políticas o económicas del momento. Pero nadie ataca directamente la evidencia de una idea fuerte, estructurada y democrática como la de aquella Europa del proyecto de Tratado de Unión Europea aprobado sin grietas por un Parlamento Europeo convincente y convencido en 1984.Propongo un abandono de los eufemismos: plantémonos en el proceso de construcción europea y dejemos de lado palabras, geografías o sinónimos de cualquier cosa. Ante las ideas confusas o difusas, la fuerza de concreción de una palabra deja paso al potencial manipulador de un eufemismo. Evitemos, en consecuencia, hablar simplistamente de Maastricht.

Por supuesto que todo ejercicio democrático como el del referéndum francés -he ahí la lección- va a contribuir a una reflexión pausada sobre el funcionamiento que deseamos a nuestras instituciones, sobre todo políticas, para el siglo XXI, y de ahí deberemos extraer las consecuencias pertinentes. Por supuesto también que la marejada de perplejidad actual sobre la vía a seguir en la construcción europea, que llega incluso a cuestionarse de raíz su necesidad y su viabilidad, cumple una función histórica que quedó pendiente en 1978 (cuando debatimos el artículo 96 de la Constitución) y siguió pendiente en 1986 (en el momento de la adhesión) porque se daban en esos momentos irrefutables razones para trabajar el consenso, con la mengua consiguiente de reflexión por parte de todos. Y esa función histórica es buena, aunque aparezca como revulsivo, y denota el grado intenso de sensibilidad que genera un proceso europeo difícilmente reversible.

Por otra parte, haciendo buen ejercicio de sinceridad, digamos que, aunque el minoritario no francés haya respondido a, una mala pregunta, tenía que ocurrir que se confrontaran las voces de tantos y tantos abanderados de una Europa democrática que aparecen precisa mente ahora, pero que jamás han contribuido, con su reflexión o con su trabajo, a una al temativa europea mejor que la presente, con la de aquellos técnicos euroconvencidos que tampoco, hasta ahora, habían salido a la calle a contrastar su material de trabajo de muchos años con la realidad cotidiana de los pequeños acontecimientos. Es bueno y es saludable este encuentro si se extraen las debidas aplicaciones a nuestra situación.

Y además, en vez de planteamos lo que no se ha hecho o lo que no es posible hacer así, ¿por qué no planteamos lo que ya se ha hecho en la Europa que tenemos en nuestra mano, aquella a la que tantos dicen no, con y a pesar del socorrido "déficit democrático" que padece? Sírvanos así la evidencia del argumento. ¿Cómo han hecho uso esas instituciones de sus competencias, garantizadas en las constituciones de. los Estados miembros, Estados a su vez democráticos?

Pues, a pesar del déficit democrático, el legislador comunitario ha dotado a nuestro país de una normativa muy estricta -probablemente impensable para nosotros en una dinámica alejada de la integración- en materias que atienden a valores colectivos tales como protección del medio ambiente, seguridad e higiene en el trabajo, seguridad en Ios productos, protección, en sentido amplio, del consumidor, libre competencia entre empresas y limitaciones del poder monopolístico, incluida la actuación de las empresas públicas, contratación pública, transparencia en las sociedades de capital, igualdad y no discriminación por razón de sexo, derechos de los trabajadores en caso de insolvencia de empresas, y tantos otros. Y no sólo el legislador, sino que la propia Administración comunitaria, esa tan temida y todopoderosa Comisión, ha creado una saludable dialéctica con. y hacia las administraciones estatales y con los particulares en ciertos casos, sirviendo de ventanilla de las quejas razonables de estos últimos frente a sus Estados; rompiendo, o cuando menos resquebrajando, la igualmente terrible autarquía e impunidad de tantos aparatos estatales, y absorbiendo e impregnando a un tiempo distintos estilos de administración en un efecto reflejo.

¿Y qué ha hecho, en fin, la lejana justicia comunitaria? Pues, cumpliendo con un rol semejante en ciertos aspectos al de la Supreme Court norteamericana, ha desarrollado un derecho pretoriano, de aplicación a casos concretos, con una filosofía primordial, patente en sus distintas épocas y que ya se adivinó desde los primeros sesenta: ha extraído todas sus potencialidades a las aburridas, incluso secas, reglas escritas, dándoles vida desde su óptica de crisol de culturas jurídicas diversas. Y lo ha hecho con una guía clara: la de fundarse en la protección efectiva y eficaz de los particulares, en una concepción arduamente elaborada y crecientemente conocida, según la que el juez común para la aplicación del derecho comunitario es aquel más cercano al ciudadano: su juez interno; aquel que ante una infracción de sus obligaciones por el Estado las sancionará con el resorte de sanciones que existan en su propio derecho, pudiendo incluso ir más allá en su empeño. Muchos ciudadanos han visto así satisfacer sus justas pretensiones frente a la impunidad estatal en el orden fiscal, social, agrícola, gracias a esta justicia cercana desarrollada en, el sistema judicial europeo.

¿No han valido la pena 40 años de construcción paciente, tolerante y severa de esta Europa? Posiciones ingenuas y menos ingenuas pretenden una solución al déficit democrático para hoy mismo, o nada. Y olvidan que el proceso de construcción europea, en el que se está dando un paso no por tímido -sí, es tímido en muchos de sus aspectos no económico-monetarios- menos decisivo, cumple fundamentalmente dos funciones imprescindibles en la historia humana de nuestro continente. Cumple, en primer lugar, una importantísima función de plataforma garante de que la evolución hacia las estructuras jurídico-políticas del siglo próximo se hará de forma tranquila, conforme a principios democráticos (sufragio universal, ciudadanía, subsidiariedad), ante el acoso de los nacionalismos excluyentes y no integradores (tentación tan al día: Estonia, con su democracia al 60% de los votantes puros nacionales; tristes contenciosos de las regiones y comunidades belgas, entre tantos ejemplos), o ante el nuevo y rápido desarrollo de rasgos ya desterrados durante décadas entre la población europea odio al extranjero, odio al emigrante, odio a la persona de color ... ), debido a una execrable capitalización de signo populista, de retorsión, del origen no nacional de todos los males que padecemos. Es, por tanto, una apuesta irrefutable pensemos en el escenario ex yugoslavo, en los brotes racistas de la zona germanooriental- por unos humanismos estables, posiblemente diversos, para la Europa del siglo XXI, basados en una más sabia administración de los principios democráticos bien aprendidos.

Y cumple, junto a la anterior, una función de inserción definitiva en la modernidad de países de desiguales desarrollos -un dato más de diversidad- en la medida en que este concepto signifique estímulo de personas y economías, trascendiendo el dato simple de mercaderismo, aquella fácil y simplista lectura del acontecer comunitario de estos años. Y en la medida en que la modernidad se oponga al acomodo, a la inmunidad a la inercia, generando contraste y razón, de los que tantas sociedades europeas, y no precisamente las occidentales, están hambrientas. Todos somos responsables de una respuesta correcta a este reto.

Plataforma estable para una transición y aportar el necesario dato de modernidad: dos funciones para esta construcción europea que tenemos entre manos y que, en tanto que proceso estructural, no permite, a riesgo de una ruptura irreversible, tratamientos coyunturales eufemísticos, ingenuos, maliciosos o imprudentes. Atengámonos a ello.

Blanca Vilá Costa es catedrática de Derecho Internacional Privado y titular de la cátedra Jean Monnet, de Derecho Comunitario, de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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