El padre
Cuando un servidor era pequeñito, los niños venían de París. Luego creció integrándose en la modernidad y ya no hacía falta que vinieran de París; podía ser de cualquier otra parte, con la condición de que intervinieran en su envío un padre y una madre. Un servidor lo fue descubriendo con el paso de los años y hasta hizo sus experiencias (con fines científicos, naturalmente), que dieron sus frutos. Tres frutos como tres soles.Pero eso era antes. La vida ha evolucionado y ahora los niños no vienen de parte alguna. Ni siquiera hace falta la intervención del padre. El padre, al parecer, no existe. Los movimientos feministas, las corrientes de opinión, el Estado, la Iglesia incluso, los juristas, el nuevo Código Penal, no mencionan al padre jamás cuando reivindican, teorizan, alegan, debaten, dogmatizan, legislan, absuelven o condenan respecto al derecho de nacer y, naturalmente, al de abortar.
Y, sin embargo, el padre quizá tendría algo que decir. Una madre, en uso del derecho que le asiste a disponer libremente de su cuerpo, acaso desee abortar al hijo fecundado, mas el padre podría querer que viva, pues ha participado conscientemente en su concepción (es un suponer) y, por esos misterios propios de la naturaleza, lleva sus genes.
En cambio, si sucede al revés, si la madre quiere al hijo y el padre, con todos sus genes y todo su desahogo, lo repudia, esa madre, los colectivos feministas, la opinión pública, el Estado, la Iglesia, las leyes, los códigos, le acusarán de irresponsabilidad criminal y le obligarán a reconocer a la criatura, educarla, mantenerla y comprarla una moto.
La cuestión, así planteada, es incoherente e injusta. Aunque sólo en apariencia. Como todo el mundo sabe, madre no hay más que una, y padre, ninguno. Hasta que se le necesite, el padre aquí no pinta nada y calladito está mejor.
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