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Tribuna:CRISIS CONSTITUCIONAL EN BRASIL
Tribuna
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Fuerza democrática

Fernando Henrique Cardoso

Hablar de crisis en Brasil ya se ha tornado un lugar común. Existen tantas que es preciso clasificarlas. Hay una enorme crisis social; basta ver el último informe de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano, de 1992, para comprobar que, a pesar de contar con una de las diez mayores economías industriales del mundo, Brasil ocupa el puesto número 59 en cuanto al desarrollo humano. Es fácil retratar este desastre social cuando se verifica que a pesar de la renta per cápita de 2.540 dólares (254.000 pesetas) en 1989, el 40% de familias más pobres viven con 350 dólares (35.000 pesetas) anuales.Los datos sobre educación, salud, acceso al agua corriente, alcantarillado, se limitan a confirmar una realidad que ya se conoce: acceso al bienestar y a la modernidad apenas para algunos sectores de la población y, en la base de la pirámide social, la consolidación de la miseria.

Tras años de intenso crecimiento económico, Brasil sufrió en la década pasada las consecuencias de los choques del petróleo, el aumento de la deuda externa, el descontrol inflacionario, la demora en ajustarse a las nuevas condiciones internacionales de producción, y el gigantismo y la ineficiencia del sector productivo estatal. Como consecuencia de todo esto, en los últimos años hubo paralización del crecimiento económico, recesión y pérdida de recursos tributarios.

En términos globales, el único saldo positivo de los últimos años ha sido el derrocamiento del régimen militar, la promulgación de la nueva Constitución en 1988 y, finalmente, las primeras elecciones presidenciales por sufragio universal en casi 30 años, a fines de, 1989, cuando resultó electo el actual mandatario, Fernando Collor de Mello. Estos cambios políticos desataron nuevas energías en el país. El programa del presidente electo -aunque impuso grandes sacrificios a la población, por el control de los gastos públicos, intereses elevados para reducir la demanda y combatir la inflación, e incluso por la confiscación temporaria de los depósitos financieros de empresas y particulares- apuntaba hacia lo que se convino en llamar "modernización de la economía". Con ella vino la apertura de los mercados por la reducción de tarifas aduaneras, la privatización de una parte del sector productivo estatal, la reorientación de la acción del Estado en la dirección de las actividades de educación, salud, infraestructura seguridad pública, justicia y otras.

El precio de este programa fue elevado: en el afán de cambiarlo todo, en el sector público se destruyó más de lo que se reconstruyó; la política económica llevó empresas a la desesperación por los altos costos financieros y la escasa demanda, al tiempo que empujó a los asalariados al desempleo. Pero lo peor de todo fue que la retórica modernizante no estuvo acompañada por una gestión eficaz. El presidente Collor no pertenecía a un partido fuerte, nunca tuvo base parlamentaria y ni siquiera una mayoría estable en el Congreso. Buscó superar las dificultades políticas por el uso y abuso de una retórica mercadotécnica y mediante la comunicación directa con las masas a través de la televisión.

Como ingrediente fundamental el leitmotiv de su elección y, posteriormente, de la dureza de su acción gubernamental, el presidente Collor blandió el combate a la corrupción y al clientelismo tradicional, llamando maharajás a los funcionarios públicos supuestamente beneficiarios de altos salarios y generosas regalías. Fue en este punto que repentinamente se desmoronó toda su estrategia política Desde su toma de posesión, había alusiones a la corrupción practicada por personas del círculo interno del poder, crecía el número de empresarios que se quejaban de extorsión y nadie se atrevía a denunciar por falta de pruebas o por connivencia.

El Congreso, mediante una comisión investigadora, comprobó el enorme caudal de irregularidades, incluso la utilización directa, por parte de la familia del presidente, de recursos extraídos de empresas y de las arcas del Estado. Fue sólo entonces que el país se puso en alerta y reaccionó contra todo eso.

Esta reacción, altamente saludable, se debió a la extensión que había alcanzado la Cosa Nostra, al patrocinio prácticamente directo dado por el presidente y, sobre todo, a la fuerza de la nueva democracia brasileña. Sin la Constitución de 1988, el Congreso no tendría potestades para romper el sigilo bancario y descubrir toda la trama de irregularidades. Sin una prensa libre y combativa, ni el Congreso ni la sociedad habrían despertado. Sin un clima de seguridad democrática, habría sido imposible obtener las declaraciones de empleados humildes, que denunciaron irregularidades.

En otras palabras, la crisis de credibilidad del presidente y de su Gobierno, es al mismo, tiempo expresión de la vitalidad de la democracia brasileña. Por primera vez en 100 años de república, una crisis de esta envergadura permanece circunscrita en el ámbito institucional sin que las Fuerzas Armadas intervengan y ni siquiera opinen. Ahora, el Congreso juzga una petición de juicio político y el Supremo Tribunal Federal decide las cuestiones de constitucionalidad dudosa, bajo la vigilancia activa de la sociedad, manifestaciones, prensa agresiva, etcétera. Pero sin el riesgo de que se rompa el orden constitucional.

Claro que siempre queda una cuestión: ¿Y si la Cámara no autoriza el pedido de impeachment por el cual el Senado juzgará al presidente? Si eso ocurre (lo que no creo), entonces sí desencadenará una crisis enorme y generalizada. El Congreso habrá practicado un haraquiri y prestado un flaco servicio a la democracia. Si el Gobierno logra evitar que dos tercios de los diputados autoricen el jucio al presidente y, según la Constitución, su separación inmediata del cargo, estaremos abriendo el camino para lo que aconteció en Perú o para las tentativas ocurridas en Venezuela. Sería el retorno a los tiempos negros de las dictaduras, que siempre comienzan con ímpetus moralizadores para sustituir a los civiles que fallaron y acaban aumentando las injusticias y la propia corrupción. Sin embargo, lo que se ha visto hasta ahora es lo contrario, esto es, el renacimiento de la esperanza de que las instituciones democráticas correspondan a las aspiraciones del pueblo, dejando al Gobierno que será encabezado por el actual vicepresidente la inmensa tarea de encaminar las soluciones para las demás crisis.

Fernando Henrique Cardoso es sociólogo y jefe del grupo parlamentario del Partido de la Social Democracia Brasileña en el Senado.

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