Tres escenarios
MUCHAS GRANDES decisiones en la construcción europea se han producido al borde del precipicio, precedidas por graves enfrentamientos entre las partes, por sensación de caos. La ampliación mediterránea (a España y Portugal), la Carta Social (al final suscrita por 11 de los 12 Estados miembros), el Tratado de Maastricht son algunos ejemplos. Sólo al final de cada túnel, en el último minuto, se han desbloqueado estas crisis. En general, con soluciones rebajadas respecto a las propuestas más integradoras: mínimos pasos adelante, aunque suficientes para seguir avanzando. Esta sorprendente dinámica tiene una explicación sencilla: la dificultad en poner de acuerdo a tan distintos protagonistas provoca la ebullición. La convicción general de que un mal acuerdo es preferible al desacuerdo y que los costes de la integración son inferiores a los de la separación actúa de linimento.La Comunidad Europea está atravesando uno de esos túneles. La exigencia de un salto adelante en la integración resulta obvia desde el punto de vista geopolítico, dadas las tensiones en la vecina Europa del Este y la necesidad de compensar la hegemonía política norteamericana. Desde lo económico, parece de manual que el mercado sin fronteras diseñado por el Acta Única requiere de un camino acelerado hacia la moneda única.
Pero factores de distinto tipo se concitan para complicar la conversión de estas necesidades en virtud. La recesión económica ennegrece las perspectivas presupuestarias y aumenta la siempre existente tendencia a la falta de generosidad para atraer a los menos desarrollados a las cotas de los más competitivos. Esta tentación introspectiva alimenta las tendencias nacionalistas de los más grandes. Este panorama genera la aparición de sutiles tácticas entre unos y otros protagonistas. Dos figuran entre las más destacadas: una, la reunión entre el presidente francés y el canciller alemán, seguida de silencio oficial y filtraciones que actúan como globos sonda o como discretas advertencias (crítica a la burocracia de Bruselas, sugerencia de una mini-Europa que consagre las dos velocidades o la geometría variable); dos, el mensaje contradictorio del primer ministro británico, que tratando de conciliar intereses parroquiales y europeos otorga su apoyo al tratado al mismo tiempo que niega su voluntad de cumplir las recomendaciones del mismo en cuanto a la fecha de su puesta en vigor; todo ello con un discurso nacionalista, pero utilizando la coartada de un país interpuesto: Dinamarca.
Para abrumar más al ciudadano, la prosecución de la inestabilidad monetaria no sólo da alas a los agoreros del catastrofismo en los mercados de capitales, sino que provoca la paralización de los reflejos de políticos habitualmente duchos en la navegación de las aguas comunitarias. Finalmente, los insensatos parloteos de los demagogos completan la confusión. Resultan no sólo irritantes, sino altamente perjudiciales, algunas defensas de una proposición y su contraria, como las de quienes argumentan que, en general, vamos demasiado aprisa (para lo que se critica la unión económica y monetaria, supuestamente demasiado acelerada) y, simultáneamente, demasiado despacio (para lo que se echa mano de la incapacidad europea para resolver el conflicto yugoslavo).
Con los datos presentes, tres parecen los escenarios posibles en la perspectiva de la cumbre de Birmingham convocada para el 16 de octubre. Uno de ellos, no necesariamente el principal ni el más probable, es la parálisis definitiva en el proceso de ratificación del Tratado de Maastricht. Ello provocaría la congelación de la construcción europea por una generación. Sólo es contemplable en una hipótesis en que se conjuguen varios factores: la exacerbación del clima político en los Estados miembros decisivos de la CE (un golpe de mano antieuropeo en el Partido Conservador británico, acompañado de una crisis parlamentaria alemana o francesa), la anulación total del liderazgo de sus principales dirigentes y la quiebra absoluta del Sistema Monetario Europeo (provocada, por ejemplo, por el desfallecimiento del franco francés en su lucha por mantener la paridad).
Otro escenario posible, aunque del que no hay absoluta certeza, es una hipotética recomposición sólida del motor Alemania-Francia-Comisión Europea, patrocinador del Acta única y del propio Tratado de Maastricht, que incluiría como premisa la reorganización de la Comisión y la eliminación de algunas de sus prácticas más antipáticas. Las bazas de este impulso triangular, del que ya hay indicios, serían el reforzamiento del núcleo duro de la CE (Alemania, Francia, Benelux), acelerando la unión monetaria aun a costa de consagrar en una primera fase la Europa a dos velocidades, y quizá compensándola con un apoyo a una más rápida ampliación hacia los paises ricos candidatos, permitiendo, con el aumento de recursos de ella derivada, el cumplimiento de los compromisos sobre la cohesión. La duda que suscita este diseño estriba en si es real o consiste sólo en una presión para que el Reino Unido asuma sus compromisos.
Otra posibilidad es que los acuerdos secretos Kohl-Mitterrand supongan no sólo un afeite en las actuaciones de la Comisión, sino el sacrificio de la misma, la ruina del paquete Delors II y la asunción de un planteamiento de la subsidiariedad no sólo como descentralización, sino como auténtica renacionalización de las políticas comunitarias. En esta tesitura, el Consejo (los Gobiernos) realizaría, desde ya, una lectura mucho más intergubernamental y menos comunitarizada de la construcción europea de lo que propone Maastricht. La Comisión, como institución más supranacional, vería frenadas sus competencias.
Los próximos días aclararán cuál de estos escenarios va a abrirse camino. Defender el más favorable desde el punto de vista europeísta y de los intereses españoles no equivale a desechar de entrada una aproximación flexible al mismo, siempre que sea satisfactoria. Pero nadie nos contará entre aquellos que agazapan su catastrofismo bajo la apariencia de realismo.
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