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Tribuna
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Libros

Cinco millones y medio de chavales -mochila arriba o abajo- se enfrentan estos días con la cruda realidad: las vacaciones no son eternas. Y ya están en las escuelas, claudicantes y mohínos, ensayando mecanismos de defensa contra el infortunio, cohonestando ardides para tentarle la paciencia al profesor, y también -¡naturalmente!- descubriendo en las páginas de sus flamantes libros, aún olorosos a papel nuevo y tinta fresca, los sugestivos e inagotables campos del saber.A los padres nos fascinan esos libros, llenos de ilustraciones, color, cuadros, espléndidamente diseñados, con unos textos sucintos donde se condensan los elementos fundamentales del conocimiento. Nos fascinan especialmente a los acarrozados padres de aquellas generaciones, cuyos librotes no tenían ilustración alguna y cada alumno había de desbrozar del grano la paja, para lo cual era necesario leerse el libro; eso, o perecer en el oprobio del suspenso y la sala de castigados.

Había que leer entero, para enterarse de algo, el libro de historia, con aquel inefable capítulo que empezaba diciendo: "Oscuro y problemático se presenta el reinado de Witiza...", lapidaria frase anunciadora del ladrillo que venía después. El de ciencias, profuso en disquisiciones sobre los animalitos de Dios, y era necesario imaginárselos, pues no traía estampas de ningún tipo.

Una exposición reciente, El libro y la escuela, muestra la evolución de los libros y el material escolar: desde el cabás hasta la pizarra copiadora; desde el ábaco hasta el ordenador; desde el Catón hasta los audiovisuales. Un paso de gigante el que ha dado la enseñanza, ofreciendo a los chavales este arsenal de sofisticados medios para que sean más cultos y más sabios. Aunque no es seguro que sean más cultos y más sabios. Y si no lo son, ¿para qué sirve tanta electrónica, tanto diseño y tanta gaita?

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