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Con el pavor a cuestas

"El mejor amigo de un joven es su madre", decía con esa cara de niño bueno que ocultaba la locura en su filme más inquietante, el definitivo, ese Psicosis que hizo más por su carrera que todos los títulos que rodó antes y después. Por él se le recordará siempre, y no por las penosas continuaciones que perpetraron Richard Franklin en 1983 y él mismo, tras la cámara, en 1986, y que le tuvieron inevitablemente como protagonista. Norman Bates era ya un cadáver cinematográfico y, es bien sabido, a los cadáveres hay que dejarlos en paz. Como a las madres.Al igual que Jason Robards, Diana Barrymore, Peter y Jane Fonda y tantos otros, Tony Perkins era hijo de un Hollywood irrepetible. Nació en 1932, de padre actor que habría de dejarlo huérfano con sólo cinco años. Osgood Perkins fue entre el mudo y el sonoro un secundario que trabajó con directores como William Keighley, Howard Hawks (Scarface), John Cromwell o George Cukor, quien, por cierto, fue el primero en conceder a un entonces joven Anthony su ocasión en el cine. Era 1953, y en The actress habría de compartir cartel nada menos con Spencer Tracy, Jean Simmons y Teresa Wright, en una película que no le dio grandes satisfacciones.

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Mirada huidiza

Pero ya desde entonces dejó constancia de sus cualidades. Un físico desgarbado, una interpretación contenida y la mirada perpetuamente huidiza fueron las características que le ayudaron a convertirse en lo que entonces más buscaba Hollywood: un héroe adolescente con problemas, quebradizo e introvertido. De ahí ya no salió casi nunca: en La gran prueba, por ejemplo, su primera película importante, William Wyler lo hizo el angustiado hijo de la familia cuáquera que, con Gary Cooper al frente, se niega a tomar partido en la Guerra de Secesión. No es de extrañar que sus cualidades lo llevasen a protagonizar, en 1962, la versión de El proceso que rodó el gran Orson Welles y que tuvo en él a un sobrecogedor Joseph K., tan alucinado, tan desorientado como quiso Kafka en su novela.

Pero todos estos rasgos que hicieron de Perkins un actor encasillado no eran ni una máscara ni el producto de un método de interpretación. Eran simplemente las huellas públicas de una personalidad tan aterrorizada como sus personajes, un hombre que buscó en el alcohol, las drogas y los escarceos homosexuales una paz que sólo habría de darle el umbral de la vejez.

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