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XENOFOBIA EN ALEMANIA

Las sombras que molestan

Los grupos nazis capitalizan las dificultades que provocan los refugiados extranjeros

"No somos racistas, no odiamos a los extranjeros", proclaman con vehemencia los habitantes de Rostock, que han visto cómo en la última semana el nombre de esta ciudad alemana, a orillas del Báltico, se tomaba en sinónimo de racismo y xenofobia. Pero la violencia de los últimos días, si bien es cierto que fue desatada e interpretada por bandas neonazis, tiene muchos más componentes: desde la ansiedad y el vacío de los jóvenes de la antigua República Democrática Alemana (RDA) hasta la desastrosa gestión por las autoridades locales del problema de los peticionarios de asilo, pasando, cómo no, por la penosa actuación de la policía en los momentos claves.

El conflicto del albergue para refugiados extranjeros de Lichtenhagen, un barrio dormitorio de las afueras de Rostock, venía gestándose desde hacía meses. Construido durante los años sesenta y formado por las típicas viviendas-colmena prefabricadas, Lichtenhagen se encuentra casi a medio camino entre la ciudad de Rostock propiamente dicha y la de Warnemunde, ya en la costa. El índice de paro es abrumador y aumenta cada día, conforme los astilleros Neptuno, el gran patrón de Rostock en el pasado, siguen sin encontrar comprador. Además de ser el único gran puerto de la RDA, ha pasado a estar a la sombra de Hamburgo y Bremen.La generosa concepción del derecho de asilo que proclama la ley fundamental alemana, escrita con el recuerdo aún fresco de la pesadilla hitleriana, ha hecho posible que, en lo que va de año, más de 250.000 personas se hayan acogido a él. No se incluyen entre ellos los auténticos refugiados, como los que llegan ahora de los Balcanes, sino que se trata, en su mayoría, de refugiados económicos. Pero mientras el Estado alemán no demuestre lo contrario, para lo que se toma años, su manutención y alojamiento corren a cargo de los Estados federales y las Administraciones locales.

Se reparten así por todos los pueblos de Alemania, hasta los más pequeños. Aunque pueda parecer lo contrario, en la mayoría de los casos no hay incidentes. Los extranjeros son discretos como sombras, piden poco y procuran no molestar a las comunidades que los acogen, y los locales se lo toman con paciencia. Pero en el caso de Rostock no era así. Tres centenares de gitanos rumanos, con costumbres nómadas, casi como salidos de otra época histórica, se vieron de pronto instalados, acampando sobre el césped del pequeño parque del interior de un complejo de apartamentos, frente a las puertas de las viviendas.

Empezando por las inexistentes condiciones sanitarias, cuya falta solucionaron los gitanos por la vía más rápida, es decir, haciendo allí mismo sus necesidades, y siguiendo con su presencia diaria y estática, su manera de tratar a la gente, de abordar a las mujeres, de cometer pequeños robos en el supermercado, de pedir limosna a todas horas con un cierto grado de agresividad, y, en el fondo, su total desconocimiento de la sociedad en la que se encontraban, todo eso acabó con la paciencia de los vecinos.

El sábado de la pasada semana, después de meses en los que las autoridades locales hicieron oídos sordos, como si quisieran provocar la catástrofe -una actitud que se ha reproducido en muchos lugares controlados por los democristianos, que parecían querer demostrar así a la oposición socialdemócrata la inevitabilidad de un cambio en la Constitución-, los vecinos de Lichtenhagen, cansados de soportar la situación y hartos ya de que nadie les hiciera caso, decidieron organizar una manifestación de protesta contra las condiciones higiénicas y sanitarias que tanto ellos como los refugiados tenían que soportar.

Lo que no se esperaban los confiados vecinos es que, incluso antes de que desplegaran sus pancartas, la manifestación fuera secuestrada por grupos organizados de neonazis. Varios centenares de individuos, bien preparados, dispuestos a todo, que se comunicaban por medio de radios de onda corta y por transmisores, la emprendieron, al grito de "¡extranjeros fuera!" y "¡Alemania para, los alemanes!" contra el escaso centenar de gitanos rumanos que encontraron a su paso. Y los vecinos, en el fondo gente pacífica y obediente, que nunca hubieran osado expulsar por sí mismos a los extranjeros, descubrieron asombrados cómo, de golpe, con la utilización de la violencia, su problema desaparecía en un abrir y cerrar de ojos.

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Celebración vandálica

Unos 2.000 habitantes de Lichtenhagen prorrumpieron en aplausos y gritos a favor de los energúmenos fascistas, que, visto el éxito de su acción, decidieron ampliarla con unos cuantos actos vandálicos para celebrarlo. A todo esto, la escasa, mal pagada y temerosa dotación de la policía local bastante hizo con conseguir que no hubiera víctimas.

El resto es conocido. A lo largo de la semana, en una orgía de violencia que culminó con el incendio del albergue en la noche del lunes al martes, Rostock se convirtió en un infierno. Pero si la participación de los grupos neonazis durante los primeros momentos fue decisiva, lo cierto es que, desde el lunes, su presencia fue mínima. Los actores principales. fueron jóvenes, muy jóvenes, adolescentes, la mayoría del propio Rostock y sus alrededores, quienes, sin hacerse demasiadas preguntas, se dedicaron a la diversión del saqueo y el incendio, que ya nada tenía que ver con los extranjeros.

En su nuevo refugio, a unos 20 kilómetros de Rostock, en el bosque de Himrichshagen, junto a un viejo cuartel, aunque también junto a unos bloques de pisos, los gitanos tampoco son queridos. Una verja de hierro y un vigilante desarmado separan sus viviendas provisionales del resto del mundo. Dos mujeres morenas, bajitas, con faldas largas de brillantes colores, barren la acera. Una de ellas, con cara de niña, da nerviosas caladas a un cigarrillo al darse cuenta de que, desde el otro lado de la verja, una cámara de televisión está filmándola.

"Ahora los ve usted barriendo y haciendo ver que hacen algo y cuidan el lugar", dice Inge, una joven madre de pelo casi albino que juega con su hija pequeña a unos 20 metros de distancia, frente a su casa. "Pero es mentira; nosotros no podemos entrar donde están ellos, pero ellos se pasean por delante de nuestras casas". Del portal sale como una sombra Dieter, su marido, que trabajaba en los astilleros y ahora está en paro. Mira a los periodistas y añade secamente: "Y se cagan frente a nuestra puerta".

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