Hongos
En Ucrania y Rusia murieron la se mana pasada 84 personas por ingerir hongos exquisitos que, tras una repentina mutación, se habían vuelto venenosos. Lo leí en el periódico, pero olvidé enseguida, porque no me ayudaba a comprender lo que pasa en la antigua Yugoslavia ni, por qué mis padres me obligaron a hacer una oposición para ganarme la vida y ahora admiran a aventureros como Paramio o Curiel, que viven a salto de mata. El caso es que la noticia ha regresado caprichosa mente a mi conciencia, aunque en forma de obsesión, como la mirada de un niño somalí. Quizá esos hongos, que un día decidieron matar a los mismos que habían alimentado durante siglos, poseyeran un significado que desbordaba los límites del suceso. A mí, por ejemplo, no me gusta salir de vacaciones, porque sé que al volver la casa no es la misma. Ese pasillo, que era tan mío como mi faringe, parece ya pertenecer a otro, lo mismo que la toalla o el cepillo de dientes, que a veces están húmedos, a pesar de que llevamos más de 15 días sin usarlos. Hacéis bien en mirar con desconfianza el interior del microondas o el cajón de la mesilla, porque quizá ha crecido algo enemigo en ellos. Destruir las fotos de la boda que adornan el aparador, porque esos seres enmarcados en plata, aunque tengan vuestros rasgos, ya son otros. Desinfectar la bañera: sabe Dios quién se ha divertido en ella durante este tiempo, y si no, buscará ahora el modo de haceros resbalar para romperos la nuca contra el grifo. En fin, que lo de los hongos ucranianos y rusos sucede todo el rato con todas las cosas, pero no nos enteramos, porque también nosotros vamos cambiando para adaptarnos a los nuevos venenos de Ia vida. A los rusos les pasa lo que a mí: que se han quedado quietos y basta una pequeña dosis de realidad para matarlos.
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