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SEVILLA EXPO 92

La ópera imposible de Vittorio Gassman

Estreno de 'Ulises y la ballena blanca' sobre la novela de Herman Melville

"Me pregunto si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine", escribe John Huston en sus memorias. La respuesta, la de Huston, a tenor de su propio filme, es "no". ¿Y en el teatro? Vitez decía que puede hacerse teatro con todo, y buen teatro. Yo pienso que con Moby Dick puede hacerse una buena ópera -tal vez ya se haya hecho, no lo sé- y, con mayor dificultad, aunque no resulta imposible, un buen espectáculo teatral. Tal vez lo más adecuado fuera un buen musical, una estructura híbrida, como la propia novela de Melville: una mezcla afortunada de épica, lírica, metafísica y Reader's Digest. Pero siempre sin caer en el ridículo: los gestos enloquecidos y la mirada fija de Barrymore (en una versión cinematográfica anterior a la de Huston); el deseo irresistible de hacerle danzar al Pequod, el navío ballenero, una triste rumba oceanica, como si en vez del capitán Achab fuese Dagoll-Dagom quien gobernase la nave; o la tentación, no menos irresistible, de convertir a Moby Dick, al albino cachalote, en ilustre antepasado del bicho de Tiburón (versión segunda y tercera).Gassman conoce estos riesgos y otros, lo que, a la postre, no le impedirá caer en alguno de ellos. Su concepción, su diseño del espectáculo, parece jugar la carta, la estructura de la novela: entre el musical y la ópera, con algo de teatro al principio. El espectáculo comienza con un prólogo de media hora de duración que se escenifica a la entrada del Auditorio. La tripulación del Pequod baila y canta rodeada por el público, mezclándose con él; el capitán Peleg, encaramado a un tinglado de feria, imparte una lección de cetología. Luego aparece Ismael (Alessandro Gassman, el hijo del matattore), que gritá a través del micrófono inalámbrico la célebre frase del comienzo de la novela: "Chiamatemi Ismaele" ("Llamadme Ismael") y sigue, a grito pelado, contándonos las razones de su próximo viaje en el Pequod. El prólogo finaliza con la aparición nada menos que de Adolfo Marsillach, quien, asomando la cabeza a través de un ventanuco que hace las veces de púlpito, nos suelta, en castellano, parte del sermón del padre Marpple (Orson Welles en el filme de Huston; lo mejor del filme). Ridículo.

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Todo ese prólogo es un disparate, al menos en la plaza del Auditorio; un disparate gritón (Ismael no debe gritar) y ridículo (el día 17, el padre Mapple será, dice, Nuria Espert. Otro dulce, envenenado, para el matattore). Luego el público penetra en el Auditorio y es recibido por una banda de música -El Arrayan- mientras ocupa sus asientos. Increíble.

El gigantesco escenario del Auditorio está ocupado por el esqueleto del Pequod: un ballenero de 40 metros de largo por el que se pasea, corretea, brinca y salta la tripulación: una veintena de hombres. El escenario se zampa el espectáculo. Como musical, queda pobre, ridículo. La coreografía no abraza esas dimensiones y se queda, a veces, en un chiste. Un chiste que tiene protagonista propio; el salvaje Queequeg, el arponero del cuerpo tatuado, compañero de Ismael, que en el espectáculo de Gassman resulta ser un boy escapado de una horterada broadwayana.

Escuela romántica

Queda la ópera. El libreto es de Melville y la música es de Pavese, el lírico traductor de Moby Dick (Frassinelli, Turín, 1932). Una música que se adapta perfectamente a la voz de Gassman. La interpretación del matattore se decanta, con todos los matices, con todas las correcciones. que quieran, hacia la escuela romántica. Su Achab es romántico, byroniano.

Tiene momentos espléndidos, pocos, aderezados con ramalazos de un humor mediterráneo que Melville no hubiese sospechado jamás. Llena el escenario. Queda claro que el espectáculo ha sido construido por Gassman, con la ayucla de Renzo Piano -ambos genoveses- a su justa medida. A la medida del matattore; un hombre de 70 años todavía con "un gran porvenir distro le spalle ".

Y, por si aún quedase alguna duda, ahí está ese final en el que Achab se toma Ulises, el Ulises de la Comedia dantesca, para ligar, en un golpe de magia, y darle un cierto sentido, un sentido que va más allá de la novela de Melville, al espectáculo.

Un espectáculo que yo titulaIría Llamadme Vittorio. Porque ese hombre de 70 años no es Achab, no es tan sólo el matattore Achab; es, también, Ismael, el joven Ismael, su propia sangre. Ese Ismael que cada vez que "mi ritrovo sulla bocca una smorfia amara", cada vez que "mi sorprendo a sostare senza volerlo davanti ai magazzini di casse da morto, o ad accodarmi a tutti i funerali che incontro", sabe que ha llegado el momento de embarcar, de enrolarse en el Pequod, de subir al escenario.

Llamadme Vittorio. El de los grandes miedos, pero también aquél, el filósofo Ismael, cuya visión va mas allá de la calvinista y vengativa retina del capitán Achab. De ahí ese balenare (en italiano: aparecer y desaparecer en un instante) del Ulises dantesco, en la voz, única, de Vittorio Gassman.

En el Auditorio, entre Soledad Becerril y Carmen Romero, ante ese espacio gigantesco, ridículo; para tanta intimidad -los miedos siempre son íntimos-, hay que hacer un verdadero esfuerzo para escuchar la ópera imposible de Meville-Pavese-Gassman. Como espectáculo, yo no daría un duro por él. Como ópera, como ópera imposible, valía, vale todo el oro de las Américas.

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