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Resistir o morir

Enrique Gil Calvo

Tras la toma de posesión del juez Thomas, el Tribunal Supremo norteamericano ha adoptado tres decisiones sorprendentes, una de cal (el rechazo de la obligatoriedad escolar de la oración) y dos de arena (el derecho de persecución extraterritorial y la licencia a los fumadores para litigar contra las tabaqueras). No es necesario comentar la monstruosidad jurídica del secuestro extrajurisdiccional, y sólo cabe interpretarla, quizá, como reflejo vergonzante de la impotencia política que aqueja al poder norteamericano para asumir su hegemonía militar imponiendo un nuevo orden mundial democráticamente sometido. Pero, rechazada esta decisión, quedan las otras dos, contradictorias entre sí, pues mientras una (la no obligatoriedad de la oración), que aplaudo, implica la protección de las libertades individuales, la otra, que dudo si rechazar, no las protege, sino que las conculca o al menos no las estimula, al fomentar la resignación externa de la propia responsabilidad personal. Digo que no sé si rechazar porque, en principio, la libertad de litigar no puede ser rechazable; pero más allá de la licencia procesal, formalmente aceptable, queda el problema de fondo de la cuestión sustancial (cuyo desenlace deberá esperar a que se produzca jurisprudencia): ¿qué responsabilidad tiene la compañía fabricante de venenos sobre las decisiones personales de envenenarse? Imagino que las tabaqueras se enfrentarán a ese nuevo riesgo elevando sus precios para pagar el coste del seguro contra esas presuntas nuevas responsabilidades, y haciendo firmar un contrato a sus clientes consumidores (en forma de tarjeta magnética de fumador o alguna otra semejante cartilla de racionamiento) a fin de que éstos asuman todas las responsabilidades. Pero aquí no me interesa tanto la casuística de la querella como el telón de fondo de la cuestión: ¿acaso es de recibo que los fumadores puedan echar balones fuera, negándose a reconocer y asumir su propia decisión personal de fumar, a sabiendas de que cada cigarrillo acorta en un día su esperanza de vida futura?Resulta curioso que cuando se supone que ya ha triunfado por completo el individualismo, sin embargo, cunda cada vez más la impresión opuesta: la de que los individuos no son responsables de sus actos, sino que: pueden descargar su responsabilidad sobre fuerzas sociales extemas a los individuos que ejercerían una presión irresistible: sobre ellos: sea la publicidad, el consumismo, el hedonismo, el materialismo o el capitalismo. Cuando a uno le sale el cáncer de pulmón se responde como el niño que rompe el jarrón chino de mamá: "Yo no he sido, ha. sido sin querer, yo no quería hacerlo"; como si la falta de culpabilidad pudiera confundirse con la falta de responsabilidad. Ahora bien, los menores tienen derecho a ser irresponsables, pero no así los adultos, que no pueden legítimamente echar a los demás las culpas de sus propios actos. Cuando fumo, sea queriendo o sin querer, soy yo quien fumo, no las tabaqueras ni la supuesta ola de tabaquismo invencible que irresistiblemente nos invade. ¿Cómo creemos individualistas y, a la vez, víctimas inocentes de fuerzas sobrehumanas a las que no sabríamos ni podríamos ofrecer resistencia?

Esta falsa impresión de que no podemos resistimos a fuerzas que nos superan (como el deseo de consurnir, de beber o de fumar) está sin duda relacionada con la puerilización de la sociedad. Somos adultos responsables que nos creemos como niños fácilmente sobornables por caramelos irresistibles: ésta es la cultura de la droga, ese caramelo envenenado que a corto plazo nos da vida y placer, pero a largo plazo nos cuesta dolor hasta morir. Lo cual es falso, pues si nuestra experiencia de padres nos demuestra que hasta los niños pueden aprender a resistir su deseo de zaramelos, ¿cómo no habría de lograrlo el autocontrol soberano de los adultos responsables? Desgraciadamente, a esta puerilización de la sociedad se sobreañade la medicalización de la vida, que nos aconseja delegar en el sacerdocio médico la responsabilidad de resistir el dolor y el miedo a la muerte. En efecto, la medicina, para poder monopolizar sacerdotalmente el control y la administración del dolor, ha tenido previamente que expropiárnoslo, dejándonos sin capacidad de resistirnos a éste. Pero cuando ya no sabemos ofrecer resistencia al dolor, también dejamos de ofrecer resistencia a su reverso, que es el placer, haciendo de ambas entidades una misma hipóstasis metafisica comúnmente irresistible.

Pero, además de la medicalización y la puerilización de la vida, hay otras tendencias sociales igualmente irresponsabilizantes. Son, por ejemplo, la supuesta inevitabilidad de la corrupción materialista (según la cual todo se compra y se vende al mejor postor, todos tenemos un precio y no hay nadie que pueda resistirse cuando se le intenta sobornar) o la supuesta tiranía invencible de los dictados de la moda (por lo cual resultaría imposible resistirse a los cambios y a las novedades, o a los deseos de imitar a los demás obedeciendo religiosamente su ejemplo materializado en gestos, modos, signos o marcas). No soy yo (se piensa) quien actúa, sino que es el interés o es la moda quienes actúan en mí.

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¿Cómo compaginar la libertad del individualismo con la tiranía de lo aparentemente irresistible? Los economistas conjuran esta paradoja bajo el dilema de la elasticidad: cuanto más libres seamos personalmente, más elástico será nuestro comportamiento, es decir, más voluble, versátil, flexible, oportunista, acomodaticio e inmediatamente modificable a voluntad. Por tanto, en cuanto cambien las señales, los precios o las oportunidades de nuestro entorno, nuestros actos responderán adaptándose a esos cambios automáticamente: sea siguiendo la moda, sea reasignando recursos para maximizar nuestro interés. De ahí que con el mismo modelo olsoniano pueda explicarse tanto al gorrón que no se resiste a explotar individualmente los bienes colectivos (ya que puede apropiarse en su propio interés del producto externo del trabajo ajeno) como al adicto que no se resiste a explotar individualmente los males colectivos (externalizando el coste de su adicción al proyectar sobre los demás su decisión personal y descargar así su propia responsabilidad): la moda, la droga, el racismo, la contaminación o las olas de pánico.

Sin embargo, no está escrito ni revelado el que haya que ser un gorrón ni un adicto perfectamente elásticos, pues también se puede ser perfectamente inelásticos, ofreciendo resistencia invencible al contagio. Tan fácil como seguir la moda, dejarse sobornar u obedecer la adicción es negarse a hacerlo, desobedeciendo con insobornable insumisión (según recomienda Popper); pues la moda, el soborno y la adicción, como el placer y el dolor, resultan algo perfectamente resistible. Se puede vencer la ley de la gravedad escalando montañas en zigzag, se puede remontar el río remando y nadando contra la corriente o, como quiere Hirscliman, se puede avanzar hacia el rumbo elegido navegando a bordadas contra el viento.

El caso es resistir, como en los deportes de resistencia y largo aliento: como en esa carrera de larga distancia que es la lucha por la vida (el proceso de emancipación personal, la conquista del amor propio, la educación del libre albedrío) que sólo puede coronarse con la ética resistente de los corredores de fondo. Pero para aprender a resistir hacen falta dos condiciones necesarias y suficientes: la memoria, sólo otorgada por la propia experiencia (algo de lo que carecen quienes se inician en la vida pública, como los jóvenes y las mujeres, y que menos resisten por ello su deseo de fumar, seguir la moda u obedecer a los demás), y la ambición, sólo otorgada por la propia voluntad de autosuperación (algo sólo disponible hasta ahora en forma de heroísmo, que es la razón por la cual dejar de fumar se ha convertido, con todas sus metáforas, en la nueva retórica de la virilidad). Con la ayuda de la ambición y de la memoria, ¿por qué no aventuramos en la cultura política de la resistencia contra todo cuanto amenace nuestra libre responsabilidad personal (incluyendo en ello nuestros propios temores, deseos, ilusiones y falsas esperanzas)?

es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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