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El mundo en 1492

Una muestra de las distintas civilizaciones del siglo XV, en el Monasterio de la Cartuja

Tardó en llegar la noticia al mundo conocido, pero finalmente llegó. Y las gentes se hacían cruces. Aquel mar tenebroso había sido surcado y aquellos confines ignotos, descubiertos. Se supo entonces que tenían vida, y tenían gentes que adoraban dioses de terrible aspecto, en cuyo honor y gloria inmolaban seres humanos. La misma Iglesia se conmovió. ¿Cómo iba a justificarse el dogma si, de repente, aparecían almas donde nunca creyó que hubiera tierra ni cielo?

A la parte de allá la sorpresa y la inquietud no eran menores. Una mañana habían sido vistos extraños cuerpos fulgentes entre la espesura de los bosques, monstruos furtivos al acecho, hombres de tez blanca y luenga barba, que cubrían sus cuerpos con planchas metálicas donde centelleaba el sol. Y cabalgaban animales jamás vistos, e iban annados de terribles ingenios que provocaban destrucción y muerte.En la parte de acá habían advertido sabios que, adentrándose en el océano, los navegantes arrumbarían a las Indias, a Cipango y Catay, a las tierras del Preste Juan. En la parte de allá habían anunciado sacerdotes que el dios Qutzalcoatl, expulsado de sus dominios y huído por mar, retornaría para cobrarse cumplida venganza. Durante mucho tiempo, tras el primer encuentro de ambos mundos, sabios y augures estuvieron convencidos de que habían acertado. Investigadores y profetas, hombres de annas y de letras, la religión y la ley, aún no podían tener conciencia de la fusión de culturas que empezó a producirse en el momento mismo en que Cristóbal Colón hincó el pendón de Castilla en la arena y tomó posesión de la tierra descubierta en nombre de los reyes y de Cristo Nuestro Señor. Pero allí mismo y en aquel preciso instante empezaba a fructificar el germen del mestizaje, la idea de América, la nueva concepción del mundo, el sentimiento de universalidad.

Vestigios significativos de cómo eran el ya viejo y asendereado mundo y el nuevo mundo virgen precolombino, son los que se muestran en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, dentro de la magna exposición Arte y cultura en torno a 1492. En las penumbras de las estancias monacales van surgiendo desde los vasos antropomorfos de las culturas americanas, a los sofisiticados instrumentos bélicos de la compicada Europa; desde los ricos engarces en metales nobles y pedrería del mundo oriental, a la arrobadora belleza de las figurillas africanas.

¿Cómo habrían de resistir los guerreros desnudos de la Amazonia el ataque de aquella despiadada soldadesca en avanzadilla, protegida por armaduras? Eran como la arinadura de justa de Wilhem von Worms, que se exhibe en el Monasterio; airoso el penacho, reluciente el almete, calado el ventalle, sólido el peto. Una vestimenta de guerrear aparentemente inexpugnable, pero que se volvería contra los propios invasores pues entorpecía sus movimientos en la floresta y bajo el sol tropical se convertía en un infierno.

Órdenes de combate, prohombres de la milicia, se encuentran reproducidos en pinturas, bajorrelieves, cerámicas y terracotas. Dentro de las muestras comparativas de las distintas annas en Extremo Oriente, el Islam, África, Europa y la América precolombina, es muy curioso el largo expositor donde penden, alineadas, una espada jineta hecha de azófar, oro y plata; la espada de All Atar, alcalde de Loja, de marfil, hierro y oro; la del Cardenal-Infante Don Femando, de acero y bronce cincelado; una daga nazarí, pura filigrana en marfil, oro y plata. Y ocupando otra estancia, la majestuosa tienda de campaña de Carlos V.

La representación artística muestra aquel viejo mundo atribulado que se debatía entre el temor de dios, los prodigios de los santos, el poder político y las alucinaciones de los predestinados. El retrato de Savonarola, pintado por Andrea Bonvicino, es sobrecogedor. El rictus cruel de sus labios, la mirada perversa, el aura siniestra, definen aquel personaje invocador de la muerte, defensor de la tortura, nuncio de un Ciro vengativo que habría de poner orden en Italia. Murió como quizá merecía: descubierta su impostura, el gentío lo arrastró hasta la horca, lo quemó y luego arrojó sus cenizas al Arno.

Los reformistas

Quince siglos después del nacimiento de Cristo y del imperio indiscutido de la Iglesia, empezaban a aparecer reformistas. Uno de ellos fue Erasmo de Rotterdam, polémico y discutido, pues en su vehemente defensa de la concordia y la tolerancia, unos lo consideraban moralista y otros hereje. Sólo se conservan tres retratos de este agustino, autor del Nuevo testamento: dos de Holbein y el de Quentyn Metsys, que se encuentra en la exposición. Hay allí, también, bustos, relieves, tumbas, de humanistas, militares, nobles o incluso comerciantes que han pasado a la historia por gestión política, o acaso por su habilidad en la intriga. Destacan los florentinos y los venecianos, cuyas biografías revelan múltiples traiciones, pues unas veces militan a favor del papa, otras en contra; unas veces defienden a su rey, otras lo combaten. El duque Andrea Gritti, pintado por Vicenzo Catena, comerciante de oficio, fue finísimo, político que negoció en Constantinopla la paz entre Venecia y los turcos, y luego se pasó la vida tramando los apoyos y las alianzas; de su conveniencia, de manera que unas veces estaba con Luis XII de Francia, otras con Carlos I de España.

No faltan escenas de la vida cotidiana, y son especialmente representativas las del Bosco, un pintor muy del gusto de los españoles, quizá por su desgarrado estilo y por su ironía. El cuadro La extracción de la piedra de la locura debió causar sensación en la época: el cirujano lleva por gorro un embudo; la mujer que le acompaña y ayuda se toca con un libro; y, mientras, el paciente soporta la carneería no se sabe si en estado crepuscular o en un grito.

La manifestación de la religiosidad de ambos mundos es constante en la muestra de La Cartuja. Abundan tallas, retablos y pinturas, y acaso al visitante le sobresalte cierta combinación de esculturas,verdaderamente expresiva y probablemente intencionada: el Ecce Homo, de Berruguete, fianqueado por sendos devotos reales de la India. El contraste es de una evidencia demoledora: Jesús cautivo, entristecido, flagelado y coronado de espinas; las diosas, altivas, exultantes en la exhibición de los atributos de su divinidad y de su condición femenina.

Figuras de Visnú, Brahma y Siva, la trinidad del hinduísmo; la impresionante Kali, esposa de Siva, diosa de la destrucción y de la muerte. Genios, trasgos, nagas, quimeras, son representaciones de las divinidades en aquellas culturas coexistentes y lejanas, que proceden de templos y enterramientos, o de los propios ajuares domésticos: fuentes, platos, vasijas, cofres, aríbalos.

La pintura europea se inspira en la religión y quien más veces aparece en los cuadros es San Jerónimo, identificable por sus penitencias en el desierto de Antioquía y por sus atributos exclusivos: la paloma, el libro, la pluma, el capelo cardenalicio y un león amansado a sus pies.

A los pintores del siglo XV debió de conmoverles mucho la vida de San Jerónimo, así como los estigmas de San Francisco de Asís. Stefan Lochner y Francesco Morone nos muestran a San Francisco en su retiro de Avernia, de hinojos, transidos de emoción sus ojos místicos, en el instante de recibir los estigmas de las llagas de Cristo. En una de las versiones, un ángel le envía rayos de luz divina para provocar las llagas; en la otra, es una cruz flamígera.

La amalgama de temor bíblico y de espiritualidad trascendente habían forjado las conciencias y eso fue lo que, además de conquista, costumbres, lengua y leyes, llevaron los europeos al nuevo mundo. Rasgos primordiales de otras culturas penetrarían también. La cristiandad hispánica estaba recuperando por las armas los territorios que durante siglos permanecieron bajo el dominio islámico, pero esta civilización, exquisita y sabia, se había incardinado en el pueblo, con tanta intensidad, que ya formaba parte de su propio bagaje cultural. En el Monasterio de Santa María de las Cuevas hay palpables muestras de esta herencia: desde la vestimenta de Boabdil -mallota, babuchas y polainas-, hasta paños de cermica, alfombras, paneles y celosías de madera apeinazada y atarajeada. Por los convoyes de la esclavitud, ejemplo de la bajeza que puede alcanzar el alma humana, entró también en América la cultura africana, honda de sentimiento, bellísima de formas, algunas de cuyas manifestaciones -saleros de marfil creados por el arte senegalés, una maravillosa cabeza de mujer nigeriana- forman parte de las mejores joyas que se encuentran en aquellas salas.

Nova, et integra universi orbis descrptio oferimus tibi.... empieza diciendo la Carta de Colón, abierta en una vitrina. Y, en otra, la Cosmographie Introductio, de 1507, donde su autor, Martin Waldseemuller, llamó por primera vez América al Nuevo Mundo.

La exposición del Monasterio de Santa María de las Cuevas es un acabado panorama de las civilizaciones que el genio creador humano había configurado en 1492; un mágico retorno a aquellos mundos de luces y tinieblas que habían coexistido, confiados y ajenos, durante milenios.

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