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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La soledad del ajuste

PARLAMENTO Y calle han sintonizado como pocas veces en el pleno extraordinario dedicado por el Congreso de los Diputados al debate del plan de ajuste económico, del Gobierno. La dureza de las intervenciones, la exacerbación de los aspectos contradictorios de los argumentos empleados a favor y en contra y, en definitiva, el tenso desarrollo de la sesión, correspondían, sin duda, a la gravedad de las medidas debatidas y a la correlativa expectación creada en la sociedad. En esas circunstancias, es lógico que se produzcan diatribas verbales, que los conceptos mezclen el rigor y la pasión y que el enfrentamiento dialéctico llegue al límite. El Parlamento es también eso. Ojalá que, frente al ambiente mortecino de muchas ocasiones, se desarrolle más a menudo de conformidad con esas pautas clarificadoras de las posiciones de cada uno.Más discutibles son, sin embargo, los insultos o los pateos generalizados, aunque la inmediatez de la controversia incite a recurrir a ellos como un argumento más o quizás porque no se tengan otros. Y no son de recibo ni los espetados directamente a la cara del adversario político ni los que toman pie en artificiales citas literarias, aunque sea de autores de la talla de William Shakespeare.

No era necesario, además, recurrir al insulto o a los ruidos para dar al debate la intensidad dramática que rezumaba por todas partes. El ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, protagonista indudable de la sesión, definió claramente cuál era la situación al argumentar, en defensa del plan de ajuste, que el Gobierno "había tenido que elegir entre lo malo y lo peor". Pero esa alternativa, en modo alguno halagüeña, en la que está aprisionada en estos momentos la sociedad entera es -al margen de la coyuntura económica internacional- herencia clara del Gobierno. Ello explica la soledad política en la que le han dejado grupos parlamentarios que, sin embargo, le dieron su apoyo explícito ante el plan de convergencia con Europa, por más que en esta ocasión la mayoría parlamentaria gubernamental -bastaba la relativa- haya sido suficiente para superar el trance.

El diagnóstico de fondo dado por el Grupo Popular fue mucho más allá de las medidas concretas de ajuste arbitradas por el Gobierno. Su estrategia de vincularlas al fracaso del modelo económico del Gobierno e, incluso, su imputación de que había actuado con engaño en cuanto a los orígenes y las razones de dichas medidas fueron una muestra de la disposición de los conservadores de ir a por todas -incluso en la utilización demagógica que de la coyuntura hizo su portavoz, Rodrigo Rato- en una situación juzgada propicia y de la que podrían sacar importantes dividendos políticos por poco diestra que fuera. Si los ha sacado o no, ya se verá en las próximas citas electorales; pero de lo que no cabe duda es que esta lectura política apocalíptica de la situación -casi al borde del catastrofista "¡húndase el mundo y yo con él!"-, si bien legítima, resta credibilidad a su análisis y rigor a las propuestas de su alternativa.

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En todo caso, es curioso cómo los vasos comunicantes entre mayoría gobernante y oposición conservadora pueden establecerse más fácilmente en el ámbito económico que en el político. Aunque a ambos les pueda resultar igualmente costoso pasar, también en este campo, de la vaguedad del discurso literario a la exactitud de las matemáticas, de acuerdo con la metáfora utilizada por el presidente del Gobierno. El Partido Popular ha propuesto, entre otras medidas para hacer frente a la situación, la privatización de algunas de las empresas públicas. Es una idea que maneja el Gobierno desde hace tiempo, y que ahora ha anunciado que pondrá en práctica con el fin de ingresar en las arcas del Estado unos 500.000 millones de pesetas. Pero no se sabe si dicha medida responde a una finalidad exclusivamente monetaria -allegar recursos mediante la venta de activos patrimoniales como han hecho en los últimos ejercicios algunos bancos para mejorar su cuenta de resultados- o a una filosofía de mayor alcance sobre la reforma estructural del Estado.

Igualmente, el PP propone la supresión de algunos ministerios, como el de Cultura. Pero lo cierto es que, al margen de sus efectos en el gasto público, tal supresión fue manejada también en alguna ocasión por el Gobierno por motivos funcionales, si bien es cierto que luego fue desechada de forma rotunda. En cualquier caso, concretar al máximo las actuales propuestas, delimitar su alcance y complementarlas con las necesarias reformas estructurales de la economía española y de la Administración constituye una tarea urgente si se quiere reducir la incertidumbre que pesa sobre los agentes económicos y sociales. La oposición puede permitirse el lujo de hacer literatura al respecto. El Gobierno, de ningún modo.

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