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En el fondo de un pozo

Antonio Muñoz Molina

Vuelve a verse en los periódicos la cara joven de asombro y de bondad que tenía Enrique Ruano hace 23 años, y junto a ella se publica la fotografía del patio de luces a donde dijeron entonces que se había arrojado, un patio de luces que tiene, como todos, una sugestión de pozo sin fondo y de abismo doméstico, y que para Enrique Ruano, un día helado de enero de 1969, fue no sólo un pozo y un abismo, sino también una fosa, un rectángulo de cemento sucio y final donde su cuerpo rebotó y se quedó inmóvil y torcido como un garabato definitivo de la muerte. Puede que alguien, aquel día, en alguna de las habitaciones de penumbra gris que dan á todos los patios de luces, oyera un grito y un golpe sordo y al asomarse a la ventana viera algo que después no se atrevió a contar. Los patios de luces tienen paredes turbias de sótano y ventanas a las que más vale no asomarse para no espiar involuntariamente rostros empalidecidos por una cautividad de habitaciones interiores, de dormitorios siempre a oscuras y cuartos de pensión. En el espacio del fondo hay como un purgatorio de pinzas de ropa y prendas caídas de los tendedores, una mugre que sé acumula con los años y en la que nunca falta un hollín de cocinas y un eco confuso de tareas domésticas y gritos familiares.A los patios de luces se asoman los suicidas cobardes y los opositores sofocados por la luz del flexo y el calor de las noches insomnes. A lo mejor fue por eso por lo que los policías y los jueces de entonces dijeron que Enrique Ruano se había tirado por la ventana de un patio interior. Algo parecido dijeron unos años antes de Julián Grimau, al que tiraron, después de torturarlo, a un patio interior de la Dirección General de Seguridad, pero sin duda lo hicieron caer desde una ventana menos alta, porque luego aún tuvieron ocasión de fingir que lo juzgaban, de condenarlo a muerte y fusilarlo cumpliendo tan escrupulosamente las leyes que hace un par de años el Tribunal Supremo tuvo a bien confirmarle póstumamente la condena.

En enero de 1969, cuando Enrique Ruano quedó aplastado y deshecho en el fondo de un patio de luces, las personas de mi generación aún íbamos a misa y estudiábamos una asignatura titulada Formación del Espíritu Nacional. Tal vez oímos de pasada en algún noticiario la historia del estudiantes suicida, pero su nombre sólo se nos volvió familiar unos años más tarde, en la Universidad, cuando compañeros de los últimos cursos nos contaron el terror del estado de excepción y las infamias inventadas para ensuciar la memoria de un muerto y convertir un crimen en suicidio. En nuestra épica heredada, el cuerpo roto en el fondo de un pozo y las pilas de periódicos calumniadores ardiendo en las avenidas de la Ciudad Universitaria fueron episodios que nos aliaban para siempre al heroismo y al miedo. Julián Grimau era, para nosotros, una figura imperiosa, pero demasiado lejana. Enrique Ruano pertenecía no al tiempo de la historia, sino al de nuestras vidas, a una generación que podía haber sido la de nuestras hermanos mayores, y la muerte lo dejó helado en una juventud instantánea y lentamente anacrónica, en una actitud ya invulnerable de generosidad y estupor. Cada ano, hacia finales de enero, yo veía en este periódico una esquela con su nombre, y pensaba que alguien no lo había olvidado, que en el breve espacio alquilado de la conmemoración se escondía un gesto de lealtad. Ahora, hoy, abro el periódico y vuelvo a ver no sólo el nombre y la cara de Enrique Ruano, sino también el patio de luces donde terminó su vida, y leo que los jueces, 23 años después, van a dictaminar de nuevo la causa de su muerte. Como augures, los forenses vuelven a examinar sus restos, y los mismos policías que aquella vez dijeron haberlo visto correr esposado hacia la ventana de un séptimo piso se asoman a ella y ven las paredes sombrías, las hileras de cristales opacos, el rectángulo ahora vacío donde entonces yació el cuerpo ensangrentado y todavía palpitante de un hombre. La ciudad donde estas cosas suceden se parece muy poco a la de entonces, y hasta la calle que vio Enrique Ruano por última vez el, 21 de enero de 1969 ha cambiado de nombre, pero es seguro que el patio interior permanecerá idéntico, tan refractario al tiempo como a la luz del sol, con sus cristales cerrados y sus paredes sucias, como un pozo en el que resuenan voces sin nombre y una fosa que no es posible todavía cerrar.

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