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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Picasso regresa a Andalucía

El marco, espléndido, del Palacio de los Reyes de Mallorca ha sido el escenario escogido. por La Cuadra para el estreno mundial de su décimo espectáculo -diez espectáculos en 20 años-, Picasso andaluz o La muerte del Minotauro, cuyo estreno oficial está previsto para la primera quincena del próximo mes de septiembre, en el Teatro Central de la Expo sevillana, dentro del ciclo de autores españoles contemporáneos.Picasso, andaluz. Como dice María, el personaje que interpreta Concha Távora, la hija de Salvador: "En la ciudad de Málaga, a las once y cuarto de la noche del 25 de octubre de 1881, nació un varón, hijo de don José Ruiz Blasco, profesor de la Escuela de Bellas Artes, y de doña María Picasso y López. Fue bautizado en la iglesia parroquial de Santiago el 10 de noviembre, de aquel mismo año con los nombres de Pablo, Diego, José, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno y Crispiano de la Santísima Trinidad". Picasso andaluz, es decir, malagueño , y cristiano, católico. Pero decir Picasso andaluz es decir más, mucho más. Ahí está Távora para recordárnoslo, una vez más con su lección de geografía humana, política y cultural que, al igual que en Alhucema, su octavo montaje, abre el espectáculo: Andalucía es una tierra donde tres culturas vivieron, vive y vivirán eternamente hermanadas: la musulmana, la judía y la cristiana. ¿Picasso Judío? ¿Picasso musulmán? ¿Picasso cristiano?. No, Picasso andaluz. Y gitano: "Una gitana lo meció / con diez pinceles / cinco de rojos / y cinco de verdes", canta el coro. Más andaluz -la gitana no sólo lo meció sino que le dio el pecho- ya no se puede ser.

Picasso andaluz o La muerte del Minotauro

Intérpretes: Concha Távora, Juan Romero, Leonor Álvarez Osorio, Manuel Vera, Salud López, entre otros. Escenografía y dirección: Salvador Távora. Coproducción de La Cuadra, Expo 92 y Les Estivales de Perpignan. Palais des Rois de Majorque (Perpiñán), 13 de julio.

Lo que Távora persigue con su espectáculo, podría pensar alguno, no es tanto la reivindicación de un Picasso andaluz como la ilustración de una imagen, no menos reivindicativa, que el artista tienen de su Andalucía, a través de la figura de Pablo Picasso. Picasso, en la opinión de muchos, es demasiado Picasso para ser tan o tan sólo andaluz. Puede ser; pero ello no quita que Távora haya dado, una vez más en la diana, como anteriormente hizo con Lorca, o con Blas Infante: su Picasso es andaluz, de pura cepa. El Picasso de algunos, de muchos, de los otros, no lo sé; pero el de Távora, ése sí que es andaluz. Y no es en modo alguno un andaluz forzado: es un andaluz íntimo, que es la manera más noble de ser andaluz.

Íntimo

Picasso andaluz e íntimo. Ése sería el título justo del espectáculo. El Picasso de la infancia, del Nacimiento andaluz, de los campanilleros, del buey y de la mula. Nacimiento que es tristeza y añoranza, de seres queridos, de colores, olores y sabores. Picasso andaluz, -íntimo y sensual. Picasso niño y viejo, preso en un exilio -nobleza, nobleza de bien nacido, obliga-, ¡ay!, demasiado largo -"si me quieres escribir, ya sabes mi paradero", canta la guitarra-; preso en un recuerdo que va mucho más allá de las fotos del pintor tocado con la montera torera, dibujando una media verónica, que todos hemos visto; preso de un recuerdo mucho más desgarrador -incluso en su misma alegría-, asociado directa, íntimamente, con los cantes y los colores navideños; estrechamente ligados, en Andalucía, con el llanto de las vírgenes -madres de los pasos de la Semana Santa.La muerte del Minotauro. Ahí es cuando la cosa se complica. En la obra de Picasso, el Minotauro aparece precisamente en el momento de su ruptura con su mujer, Olga Koklova. La aparición del personaje de Olga en el espectáculo es necesario, pero resulta brusco y rompe, en cierto modo, la magia -ésa es la palabra justa- del mismo espectáculo. La actriz que interpreta el personaje -una bailarina, que eso era la Koklova- no sabe decir. Su parlamento, breve pero necesario para que el espectador sepa lo que Picasso no quiso, no aceptó ser -entre muchas otras cosas-, se da cien patadas con la voz de Concha, con el baile de Juanito Romero, el cante de Manuel Vera y las guitarras de Berraquero y Romero. Es otro rollo -baila bien, eso sí-, molesto. Aparece el Minotauro, es decir, aparece Picasso. Una vez más, porque Picasso está en todas partes, desde el principio, siempre presente, incluso en los silencios.

Un Minotauro que, en mi opinión, es poco lúbrico: las escenas con las bailarinas, niñas bailarinas, de rosa -época rosa- son un tanto relamidas: el Minotauro, en 1992, no bailaría clásico, querido Salvador Távora. O, mejor dicho, en 1992 tal vez sí, pero en los tiempos de Diaghilev, que son los de Picasso, los del arte eterno, decididamente no; en todo caso bailaría clásico revolucionariamente -que así bailaba- y mucho más sensualmente.

El Minotauro le sirve también a Távora para montar un cuadro taurino, el más ortodoxamente picassiano de todos, en el que el teatro de Távora, es decir, lo que él llama "las artes escénicas" se da la mano con la plástica picassiana: toros-fiesta, circo, ballet -las niñas bailarinas convertidas en niñas, temibles niñas banderilleras-, música, color y ritmo. Espléndido, a pesar de que las niñas-bailarinas-banderilleras siguen siendo convencionales, con sus pechos al descubierto como en las fiestas de Telecinco.

Hay niñez, ternura, y también, una tilde de sentimentalismo, una migaja peligrosa, en ese Minotauro. Insisto: en sus ojos no hay la gozosa bestialidad, la lubricidad, del Minotauro picassiano. Pero, a pesar de ello -y es mucho mi pesar- va bien para encaminarlo hacia una muerte injusta -el exilio-, en la que Jacqueline-, la última mujer -que no "el último romance"- del pintor, nos lo devolverá más andaluz que nunca, niño, musulmán, judío y cristiano; hereje definitivo, en una hipóstasis apoteósica, entre la Semana Santa y la Fiesta.

Volveremos, en Sevilla, sobre ese espectáculo. Queda ahora noticia de su atrevimiento, de su riesgo -que bella palabra, por desgracia hoy tan poco teatral-; de su honestidad, de su ejemplaridad -que a veces se confunde con una pedagogía un tanto simplista-; de su soberbia interpretación, salvo el defecto mencionado; y del éxito memorable consechado en Perpiñán: público en pie, aplausos interminables y gritos de ¡bravo, bravo!.

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