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Barrió Rincón

Domecq / Domínguez, Rincón, Ponce

Toros del Marqués de Domecq, bien presentados, los tres primeros descastados deslucidos, nobles cuarto y quinto, sexto manejable y soso. Roberto Domínguez: bajonazo (algunos pitos); cinco pinchazos y estocada trasera; la presidencia le perdonó un aviso (silencio). César Rincón: pinchazo bajo y estocada corta descaradamente baja (silencio); estocada delantera ladeada perdiendo la muleta (dos orejas); salió a hombros por la puerta grande. Enrique Ponce: estocada corta baja (silencio); pinchazo hondo atravesado muy trasero bajo y media atravesada baja (aplausos).

Plaza de Pamplona, 14 de julio. Novena y última corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".

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Con valor y con torería: así barrió César Rincón en esta última corrida de feria. Llegó al final de los sanfermines y llegó con la escoba. Los derechazos piconeros, las reolinas putañeras, los circularinos, los correveidiles, las posturinas, los cadereos, todo eso que llaman torear (y con el toreo jamás tuvo que ver nada) lo mandó César Rincón a la parte de allá del Pirineo (sin necesidad de pasar por San Juan de Pié de Puerto, ni nada)'de un contundente escobazo.

Con torería y valor barrió César Rincón. Claro que alguien dirá: "Así, cualquiera". Bueno, pues que venga cualquiera y haga el toreo tal como César Rincón lo tiene concebido y tal como lo ejecutó en sus dos toros.

En los dos toros lo ejecutó César Rincón. Igual de bien en el de las dos orejas, que en el de ninguna oreja. Obviamente, su faena al quinto resultó más vistosa y emotivá; por eso se la premiaron con las dos orejas. Pero la no premiada tuvo también mucho interés.. Fue una faena para aficionados. Para los mocicos de las peñas no, por supuesto, y no era el momento de sugerirles que se callaran para darles un cursillo acelerado sobre tauromaquia. Los mocicos de las peñas estaban contenticos, con su champanico y su Indurain, cuyas proezas les tienen sorbido el seso, y no paraban de corear su nombre, desde luego con la mejor buena fe del mundo.

Pero, mientras tanto, César Rincón estaba intentando que le embistiera aquel pedazo mulo criado en los lujuriosos predios jerezanos de Martelilla y tratado a cuerpo de rey, como si fuera toro bravo. Y no era bravo. Ni siquiera manso. Era descastado mulo que sólo habría podido tener acomodo en un muladar. César Rincón lo sabía y sin embargo intentó hacerle el toreo probando sus posibilidades por ambos pitones, en distintos terrenos, desde las distancias cortas y desde las lejanas. Los maestros en tauromaquia lo hacían de parecida manera (cuando había maestros en tauromaquia; tiempos de Maricastaña) y si ahora aún se guarda memoria de su técnica, es porque los tratadistas supieron recoger en gruesos volúmenes el pormenor de aquellas lecciones magistrales. Dios bendiga a los tratadistas. Y, ya metido en faena, también a este valiente torero colombiano, por recuperar esa variedad de toreo aplicable a los toros apócrifos que irrumpen subrepticiamente en el redondel cuando deberían estar en un muladar.

Roberto Domínguez había trasteado por la cara a un toro de similar catadura, y santas pascuas. Enrique Ponce, poco des pués, tras instrumentar con finura unos bonitos ayudados por bajo, luego una tanda de redondos -aprovechando que su toro sacó media docena de embestidas nobles-, en cuanto observó que se ponía a hacer el burro, de terminó liquidarlo.

Ambos diestros tendrían mejor género en sus segundos turnos mas no supieron darles fiesta. El descastamiento lamentable que constituyó la primera parte de la corrida cambió con el cuarto toro, que ya fue noble y Roberto Domínguez le pegó derechazos por toda la plaza, aprovechando el viaje, encorvado, con el pico y sin parar de correr. Enrique Ponce hizo unos apuntes de toreo en el sexto y le aburrió pronto la escasa codicia del toro. 0 quizá quien le aburrió fue César Rincón; quién sabe.

Porque César Rincón, al quinto, le había hecho la faena de la feria. Más vibrante que artística, más emotiva que honda, aunque torerísima siempre, cargó la suerte en redondos y naturales y se empleó deliberadamente en el unipase, para aprovechar la alegría del toro. Citaba Rincón desde mucha distancia, acudía con tranco largo el toro, y el embroque brutal se convertía en una caricia, donde la encastada fuerza de la fiera se adormecía en la suavísima templanza del pase natural. No hacía falta, entonces, explicar a nadie cómo es el toreo: bastaba verlo. Y los mocicos de las peñas se olvidaron de Indurain, y la plaza entera prorrumpió en un clamor creciente, que ya habría de acompañar al torero toda la tarde, hasta su salida triunfal por la puerta grande. Y nadie discutió ese triunfo porque, entre otras razones, César Rincón había acabado con el cuadro.

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