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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Convulsión litaliana

EL NUEVO Gobierno italiano que el socialista Giuliano Amato formó el domingo y cuya confirmación empezó a discutir el Parlamento ayer constituye, en muchos sentidos, una convulsión política. Aunque sólo sea porque desaparecen, al menos de momento, algunos de los grandes nombres que han dominado la vida institucional de Italia en las últimas décadas (la popularmente llamada tema CAF, dos de cuyos integrantes, Andreotti y Forlani, aspiraban a la presidencia de la República, mientras el tercero, Craxi, pretendía la presidencia del Consejo) y porque Amato toma el mando del Ejecutivo eclipsando a Bettino Craxi, su jefe de filas.Puede que este Gobierno cuatripartito (socialistas, democristianos, socialdemócratas y liberales, paradójicamente, los grandes derrotados en las elecciones generales de abril pasado) sea, como ha asegurado el secretario general de la Izquierda Democrática, Occhetto, "pequeño, pequeño [tiene 24 carteras, frente a las 31 que llegó a tener el último de Andreotti] y de corto aliento". Pero tiene la virtud de presentarse como un intento de renovación de la vida política del país, gracias al consentimiento algo escéptico de los italianos, y cuenta con una exigua mayoría de 15 escaños en un Parlamento de 630.

Tres circunstancias han contribuido a colocar a Giuliano Amato en la presidencia del Gobierno. Por una parte, el escándalo en el que los socialistas se han visto involucrados en Milán con el tema de la financiación de los partidos, un escándalo que ha alcanzado al círculo íntimo de Craxi. Por otra, el asesinato del juez Falcone por la Mafia. Finalmente, la espectacular subida del voto de las ligas -los no-partidos- en la elección general de abril como muestra de reprobación popular por las corruptelas que lastran al sistema político desde hace décadas. Las tres han sido reflejo del cansancio de los italianos con un sistema que no sólo funciona mal, sino que, lo nunca visto, falla estrepitosamente en el campo de la economía.

Italia no cumple con ninguna de las cuatro condiciones de convergencia que le exige la CE para incorporarse a la UEM; de hecho, el déficit previsto para 1992 alcanza la escalofriante cifra de 13 billones de pesetas. Amato promete un programa de austeridad en la economía y ha colocado a un técnico (democristiano, eso sí) en él Ministerio del Tesoro, a un socialista en el del Presupuesto y al joven democristiano y, en 1987, efímero primer ministro Giovanni Goria en el de Finanzas. El primer ministro también promete luchar contra el crimen organizado y emprender la reforma institucional hecha indispensable por el empecinamiento del dimitido Cossiga. El pasado sábado, los sindicatos, en una dura manifestación multitudinaria, reprobaron a la Mafia en Palermo. Pocos endosos mejores a sus intenciones podía desear Amato.

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Y en lo que a la reforma de la vida política toca, está el empeño de la Democracia Cristiana de provocar la absoluta separación entre Ejecutivo y Legislativo: los democristianos que sean nombrados ministros deberán dimitir de su condición de diputados. Amato se ha limitado a encogerse de hombros y a recordar que la Constitución no lo exige. Pero es posible que el asunto complique la precaria vida de su Gobierno: alguno de los nombrados prefiere la seguridad del escaño a lo pasajero del ministerio. En todo caso, hay un personaje a quien la incompatibilidad haría imposible elegir siquiera entre uno y otro cargo: el más antiguo de todos, Giulio Andreotti, que es senador vitalicio y que, por tanto, no puede dimitir.

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