Las guerras del tiempo
Considera el articulista qué en ninguna nación la economía, la política o la cultura representan compartimientos estancos. Por eso, tampoco en buena lógica es posible referirse al caso mexicano mediante la separación entre el fenómeno democrático y una modernización productiva que aspira a la justicia social.
La historia suele dibujar el destino de las naciones con rasgos sorpresivos: grandes conflagraciones mundiales, bombardeos ,nocturnos en incontables ciudades, golpes de Estado mientras todos duermen, disturbios callejeros al alba. ¿Cuántas veces, durante el siglo XX, no se ha transformado el sueño de los pueblos en una pesadilla de violencia y destrucción? Hemos vivido, sin duda, en un mundo a la vez frágil y turbulento.Como ninguna otra época, nuestro siglo resume enormes contradicciones: el salto a la luna y la peor devastación que se haya .conocido, el despegue tecnológico y constantes violaciones de los derechos humanos. No podemos soslayar la dura lección de nuestro tiempo: las naciones construyen débiles muros y su viabilidad depende, hoy como nunca, no sólo de actuar bien sino oportunamente. Manejar el tiempo es una ambición permanente de los hombres, su verdadera sabiduría, como decía Goethe.
En esta acelerada fluidez del tiempo se transforman los escenarios y no hay, ni puede haber, aislamientos autárquicos. Todo nos influye, todo nos comunica, todo nos hace cambiar. La ruptura de la confrontación bipolar, los impulsos hacia la globalización de modelos y la conformación de espacios regionales no sólo afectan la geografía sino la conciencia de que el cambio obliga a anticipar el oleaje, a sumarse al fuerte impulso de competencia y productividad que debe trascender por necesidad los linderos y esquemas ideológicos con que se inauguró el siglo y que han perdido vigencia como proyecto de desarrollo de numerosas naciones.
Naturalmente, no se trata aquí de debatir utopías ni de calificar el derecho inmanente de los pueblos a perseguirlas; el asunto está más bien en superar los viejos esquemas que intentaron suplantarlas con tanta eficacia que el colapso de esos esquemas equivale, para muchos, al derrumbe de las propias utopías. Desde luego, la cuestión de fondo es otra y se refiere a la viabilidad de las naciones en un contexto novedoso y desafiante. Es decir, los procesos políticos, económicos y sociales que deben vivir para insertarse en forma previsible y eficaz en el mundo del siglo XX, sin abandonar sus identidades y valores esenciales.
Esta obsesión del tiempo ha sido constante en el mundo iberoamericano. No la necesidad de actuar antes que los demás, como ha sido la divisa del mundo industrializado, sino el imperativo de alcanzar un proceso de desarrollo que la región inició con forzado retraso. En estos momentos de celebración del encuentro de dos mundos se diría., incluso, que América Latina ha vivido bajo el mito del doble rostro de Jano: mientras uno mira hacia el pasado, el otro lo hace hacia el futuro, pero los dos no sé suman en el presente.
En las guerras interminables del tiempo, la cuestión obligada que suscita la Exposición Mundial de Sevilla es saber, precisamente en una nueva era de reencuentro, dónde está el presente ,de los países, iberoamericanos. Respuesta fácil y dificil: construyéndose de modo cotidiano, afirmándose en sus contradicciones, viviendo valores y realidades que no son ajenos a los procesos que definen el horizonte de nuestra época a escala mundial.
Reforma radical del Estado
De manera específica, en México este reto de tiempo tiene fuertes vínculos con una doble agenda de problemas: por un lado, los viejos rezagos estructurales del desarrollo, que al ser tan profundos requieren una reforma radical del Estado; por el otro, la atención de nuevos temas que por su alcance y dimensiones internacionales implican un vasto programa de modernización que toca, entre otros puntos determinantes, el propio modelo de nuestra cultura política.
A menudo, esta doble agenda suele verse con un simplismo artificioso no sólo en el exterior sino en el juego político que se da dentro del país.
En los albores de la presente centuria, México inició el ciclo de las revoluciones sociales en el mundo.. La Constitución de 1917 fue la primera en equiparar las garantías individuales, derivadas de la tradición liberal, con los derechos sociales planteados durante el proceso revolucionario. El término de la querella ideológica entre ambos ha permitido reconocer que la libertad y la justicia no son conceptos antagónicos sino complementarios e interdependientes.
Nuestra democracia se vincula, por razones históricas, con un anhelo pertinaz de justicia social. Ello ha sido así porque en su construcción se ha tropezado, una y otra vez, con un elemento. constante no sólo en el país sino en todos los que integran América Latina: la pobreza. Ninguna democracia puede echar raíces sobre un campo agostado por la desigualdad y la marginación. Por eso, en naciones que padecen atrasos seculares los procesos políticos no se pueden disociar de un sentido básico de equidad, de ética y de desarrollo social. Asegurar la universalidad del sufragio y hacer de las urnas la sola herramienta para legitimar al poder, no ha sido suficiente alimento de la democracia.La aspiración de justicia social ha encontrado en México la posibilidad de resolverse a través de la reforma del Estado, dentro de una coyuntura de creciente participación ciudadana y sin las grandes convulsiones que sacuden a otras latitudes. El Estado cambia y modifica sus relaciones con el conjunto de la sociedad, promueve mecanismos de interlocución que permiten a los individuos y a sus organizaciones participar en la base misma de las instituciones, de ahí que el ejercicio de gobierno sea cada vez más un asunto de responsabilidades compartidas entre los distintos sectores de la población.
Sin embargo, la atención a rezagos estructurales del país no supone posponer la resolución de los problemas que la modemización trae consigo. Dentro del manejo de los nuevos temas de la doble agenda de México, debe destacarse un conjunto de políticas en ámbitos de gran importancia para la vida de la nación: derechos humanos, combate al narcotráfico, medio ambiente y la promoción directa e inmediata del creciente gasto social por parte, justamente, de los sectores más desprotegidos de la población.
Ningún proceso de modemización política puede darse sin incluir, en el corazón mismo del proyecto, la preservación de los derechos humanos. En nuestro caso se intenta traducir el mandato constitucional, que desde 1917 incorporó las garantías individuales, en una relación integral entre el Estado y la sociedad. Por la propia dinámica de la población, la responsabilidad primordial en esta materia debe extenderse hacia el conjunto de la nación y privilegiar el derecho como el instrumento regulador del diálogo con el Estado. Por supuesto, no se trata de un tema reducido al manejo elemental de derechos propiamente políticos sino que trasciende hacia la esfera misma del desarrollo y la modernización productiva.
Política de seguridad
Por lo que hace al combate del narcotráfico, México lucha por romper el circuito perverso de la producción y el consumo de estupefacientes en lo que constituye una política de seguridad nacional, de preservación de la soberanía, de salud y de moral social, de ahí que sus esfuerzos tienen qué encontrar eco en aquellos países que se esfuerzan por abatir los elevados índices de consumo.
Otra de las preocupaciones centrales de la nación es la preservación del medio ambiente, entendida como una estrategia de equilibrios fundamentales entre la conservación y el aprovechamiento racional de los recursos naturales que da sustento a un desarrollo estable y sostenido.
Todos estos elementos confluyen en la cultura política mexicana. Surgen nuevas formas de organización social que asumen compromisos, que demandan espacios adicionales de acción y de concertación de acciones. Sin duda alguna, la reforma del Estado es el gran tema del tiempo mexicano. A través de ella, no sólo se adelgaza el tamaño de las instituciones sino se afirma y define, principalmente, su vocación de diálogo con la sociedad y la apertura de ámbitos para que ésta actúe en áreas de su responsabilidad directa.
Conducir con certera oportunidad los tiempos y ritmos de la doble agenda constituye lo que se podría denominar el factor de viabilidad del desarrollo de México. El punto en que se tocan los componentes de ese factor es, naturalmente, un espacio democrático por excelencia, ya que en él cabe a plenitud la transferencia de los beneficios de la gestión macroeconómica a la vida familiar, de modo directo e inmediato.
Al impulso democrático en elinterior de los países debe corresponder un estímulo similar de democratización de las relaciones internacionales. México entiende la conformación de espacios regionales como una oportunidad para multiplicar los canales de comunicación y diálogo, no como esferas perfectas y excluyentes. Tal es el propósito que anima su participación en la configuración de una zona de libre comercio en América del Norte que, en forma simultánea, permitirá la realización de acuerdos regionales y representará ricas opciones de comunicación con el resto del mundo.
Toda democracia es por definición inclusiva: la exclusión es ajena a la convivencia ciudadana. Por tanto, ningún proyecto de nación que se precie de serlo puede partir de la exclusión selectiva o indiscriminada de los grupos sociales que la integran. Agregar interlocutores al diálogo, sumar y no restar es la máxima de la democracia. Este es, por su propia naturaleza, un postulado al que conviene rescatar, de vez en cuando, del invicto olimpo de los valores perfectos. Traerlo a este mundo, confrontarlo con nuestras realidades, devolverle el rostro de pueblos y sociedades que le dan identidad y significado.
Como concepto doctrinario, como mandato constitucional o como instrumento político, la democracia del fin de este siglo plantea para todos los países nuevos cuestionamientos que trascienden sus peculiaridades. Dosson especialmente importantes: uno es el efecto de la legitimidad en procesos electorales que, casi sin excepción, se ven dominados por "inmensas minorías". El otro liga la legitimidad con la eficacia y la gobernabilidad en los distintos países en que ocurren fenómenos democráticos. En una proporción cada vez más alarmante se advierte que, aun en los esquemas más evolucionados, la fuerza de la ciudadanía como tal, representa una excepción a la acción de gobierno en puntos donde mayor convergencia debiera haber, impartición de justicia, ejercicio de los derechos humanos o expedición equitativa de servicios a cargo del Estado.
El pulso de nuestra actualidad demuestra que no hay "campeones de la democracias" que puedan marcar rumbos si sus propias sociedades cuestionan el funcionamiento de las relaciones de poder. En la ingobernabilidad, sobre todo, se encuentra el mejor caldo de cultivo de las minorías exaltadas y del racismo violento y primitivo.
Sólo cuando hay nación atrás se puede alzar un muro infranqueable contra la irracionalidad política desde el Estado o desde la sociedad. Sólo cuando hay nación atrás se puede avanzar hacia la verdadera gobernabilidad y hacia la auténtica democracia.
Es el fin del milenio y hoy conocemos nuevos problemas y nuevas soluciones. Ganar el futuro es actuar bien y con oportunidad. México desea vivir su tiempo: un presente de decisiones oportunas, de cambios previsibles, de afirmación de valores e identidades esenciales. No esperamos sentados a que los tiempos modernos lleguen: hemos resuelto salir y encontrar, en los próximos 500 años, otras naciones igualmente dueñas de su destino y de su desarrollo.
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