Interés masivo por las obras de Barceló
Quiénes se acerquen a la exposición de Barceló atraídos por el interés de contemplar obra nueva del artista o por proseguir en el seguimiento de su trayectoria pictórica se encontrarán, sin duda, con la sorpresa de estar formando parte de un público numerosísimo que abarrota la galería con un espíritu parecido al de los espectadores que pueblan las salas de un museo: a medio camino entre el turismo cultural más o menos de élite y una cierta curiosidad morbosa que se desprende de la fama del artista. El éxito indudable de esta exposición debería asumirse, por otra parte, desde unas perspectivas un tanto distintas a las habituales, entre otras cosas porque ninguna de las muestras incluidas en la programación conjunta de la asociación Art Barcelona está experimentado nada semejante, ni parece que vaya a experimentarlo.Una vez más nos encontramos ante una diferenciación radical entre lo que es y supone la obra de un artista y la respuesta que el público, con su asistencia, le otorga. Y es indudable, al respecto, que tanto la asunción de la pintura de Barceló como un asunto casi museístico -es decir, histórico o directamente avalado por el transcurrir histórico-, como el empeño del propio artista en proporcionar imágenes reconocibles e identificables por todo el mundo son factores que, además de constituir señuelos nada desdeñables en vista a la comprensión de su aceptación masiva y popular, acaban confluyendo en uno solo, altamente sintomático de todo ello: Miquel Barceló es un artista mundialmente reconocido, internacionalmente famoso y, además, perfectamente comprensible, es decir, perfectamente identificable por lo que a su repertorio figural y expresivo se refiere. Como la pintura clásica expuesta en los museos. Se reúnen de nuevo, pues, la directa facilidad en el acceso a sus claves interpretativas con el factor historicista procedente de una mirada de un público lleno de prejuicios hacia otro tipo de prácticas mucho más inaccesibles y especulativas, lo cual no deja de ser un tanto peligroso o, como mínimo, preocupante: habría que ver si todo el mundo es capaz de reconocer la terribilidad que se desprende de: las continúas reinterpretaciones de las vanitas barrocas que Barceló ofrece, como en una sucesión interminable de metáforas y de claves alegóricas bastante alejadas tanto de la joie de vivre como del plein air, y nada equiparables, pues, a una incierta mirada inocente o despreocupada.
Miquel Barceló
Galería Salvador Riera. Consell de Cent, 333. Barcelona. Hasta finales de septiembre.
Sus enormes naturalezas muertas, su propensión a reflejar escenas breves de vidas igualmente breves -manteniendo aún un fuerte regusto de viajero antropológico del siglo XIX-, sus reiterados bodegones y la reinterpretación animalística de motivos pictóricos clásicos, ejecutado todo con una gran potencia visual y con una profusión casi lujuriosa por lo que se refiere a los materiales usados -de una contundencia fuera de toda duda-, nos sitúan en la posibilidad de considerar su trabajo desde ópticas ancladas más en la tradición de la modernidad que en sus actuales postrimerías, más en una recurrencia a lo clásico como fuente de alimentación que de inspiración, aunque no por ello su obra deje de constituir una ejemplar lección de pintura. Quizá la pieza más emblemática de la exposición -y, a su vez, la más caótica y difícil- sea esa, descomunal Sopa con plato rojo: la mandorla del cordero místico o del pantocrator aparece aquí en toda su magnificencia, y las posibilidades metafóricas, desarrolladas y desplegadas en todo su apogeo.
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