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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Justicia de EE UU

"A PARTIR de ahora hay qué tener cuidado al salir a la calle". Una frase coloquial que alcanza su sentido más auténtico si se analiza la unilateral decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos de legalizar la captura -por el método que sea- de quien la propia Administración de EE UU considere que ha cometido un delito. La política de la cañonera, a la que tradicionalmente ha vinculado dicho país su diplomacia en los países latinoamericanos, acaba de alcanzar así una nueva dimensión. Ya no son sólo los Estados sus potenciales víctimas (por ejemplo, Granada en 1983 o Panamá en 1989), sino sus ciudadanos. El mexicano Humberto Álvarez-Machaín, secuestrado y llevado a la fuerza a EE UU en 1990 por orden de la Oficina de Lucha contra la Droga (DEA) por su presunta implicación en el asesinato de uno de sus agentes en 1985, es el ejemplo fehaciente de este salto cualitativo en su concepción del derecho internacional.Obviamente, no es la primera vez que un Estado o algunos de sus servicios o agencias se comportan en el exterior como delincuentes, pero sí lo es que esta forma de actuar reciba el visto bueno de un tribunal de derecho. El asombro ante tamaña barbaridad ha surgido en el propio seno del Tribunal Supremo estadounidense: uno de sus tres miembros de los nueve en total que han votado en contra de la resolución no ha dudado en calificarla de "monstruosa".

Las consecuencias políticas y jurídicas son enormemente graves. De entrada, poner en manos de la máxima potencia mundial un instrumento de intervención unilateral como el utilizado impunemente en México supone ampliar la amenaza al resto de los Estados. La reacción del Gobierno mexicano ha sido elemental: suspender el convenio de extradición con Estados Unidos, convertido por su vecino del Norte en papel mojado, solicitar su revisión y expulsar a los agentes de la Oficina de Lucha contra la Droga en suelo mexicano.

También son graves las consecuencias para el resto del mundo. Lo son porque, entre otros aspectos, legitimar el secuestro de ciudadanos de otros Estados, al margen de los tratados de extradición establecidos o de otros acuerdos, equivale a poner patas arriba los principios del derecho internacional y echar por la borda, siglos de esfuerzo de las naciones civilizadas por basar sus relaciones en el mutuo respeto y en el reconocimiento de su soberanía. Ni el terrorismo ni el narcotrafico ni cualquier otra actividad criminal de igual o mayor alcance justifican un paso atrás tan descomunal -volver a la ley del más fuerte- en las relaciones entre los pueblos.

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El nuevo orden mundial y la colaboración internacional contra el delito sólo pueden ser viables en un marco de respeto y de confianza entre las naciones. Ningún país en solitario, ni siquiera EE UU, puede tener patente de corso en este terreno. Es decir adiós a demasiadas cosas.

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