El final de una cultura
País de fachadas, país de continentes mejor que de contenidos; autoridades de decoración y encuadernación, de diseño más que de aparato. Hubo aquí una extensa campaña para reconstruir teatros, por el Ministerio de Obras Públicas -no me acostumbro al ridículo nombre de MOPU: pero ya indica un mal gusto reinante- y el de Cultura -no me acostumbro a que la cultura sea ministerial- en toda España: no pensaron qué meter dentro. Algunos de ellos no se han terminado nunca, otros no se han abierto. Otros pasan tiempo cerrados: al gún alcalde pide permiso para hacer cine, pero tampoco va nadie al cine. Cierran los cines: puede uno atravesar una gran ciudad -para mí, Madrid- y ver los cines cerra dos, los antiguos carteles, o los solares de lo que fueron. Cierran los teatros: 601 se dice. En esta ciudad hay muchos ya en ruinas, poblados de ratones y no se sabe si de oku pas (por lo menos, ayudarían a conservar los; y los locales degenerados servirían para algo). El Martín, el Lara, por ejemplo. El Maravillas, que se va. Quizá también el Reina Victoria: nombres históricos. No va el público. El teatro se divide en los institucionales, que suelen invertir bien sus presupuestos grandiosos, pero que serían inasequibles si de verdad se fuera al libre mercado -una entrada podría costar 30.000 o 40.000 pesetas: más en la ópera-; los grupos subvencionados, alentados por espíritus provincianos o de campanario -aunque se llamen autonómicos o municipales- que siguen intentando, como a principios de siglo, una vanguardia que no pueden cumplir porque no tienen ánimo de protesta (¿cómo van a tenerlo, si les paga la sociedad organizada?), y algunas compañías comerciales, con algunos empresarios denodados, muchos de ellos cumpliendo el papel de director-promotor, para así al menos sacar algún placer artístico y colmar la vanidad. No hay más; habrá menos. Puede que nos baste: puede que nos conformemos con el teatro de temporada, como ocurre con la ópera, el ballet o la zarzuela.Nadie ha estimulado la creación teatral: quien lee, como yo, obras en los concursos sabe que mediocridad es la mayoría amplísima. Más que estimularla, se ha tratado de empequeñecer. Por ejemplo, no sé de nadie que quiera estrenar el últim, o Prenúo Lope de Vega, un brillante ensayo histórico sobre el cura Merino: ni siquiera he visto que en los periódicos se haya comentado esa obra ni su primerizo autor. Y es que dificilmente va a haber ayudas para una obra que revindica la memoria y la acción del regicida; y su ética, su moral (ya lo hizo el padre Mariana: pero su tiempo resultó más libre). Pienso que sólo un loco podría suponerla terrorista, o incitadora al magnicidio; pero de locos de miedo está llena la patera donde navega la autoridad. El sistema de subvención y retracción o condicionamiento ya ha matado al cine; está matando al teatro, con la colaboración desesperada de las propias gentes de teatro, que creen que lo mejor es no tener prejuicios y aceptar el dinero para remediar su pobreza: aunque sea venderse al diablo. Y si, al menos, fuese al diablo... Siempre ha ayudado al teatro. Se venden a las moralidades institucionales. Lo están devorando. No con mala voluntad: no la tuvieron los censores ni quienes inspiraban la censura, sino que creían que lo hacían por el bien común: y estaban acabando con el talento creativo español y, peor aún, con el talento receptivo, que es el que mueve la creación.
¡Ah!, también está la televisión. No es tan abundante ni tan rica o sugerente como en Londres o Nueva York: tienen sus teatros llenos. Y es que una forma de cultura estimula a las demás.
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