"Hay que reducir el infierno"
El autor de 'jinete polaco' da un repaso a la cultura en que vive su generación
Antonio Muñoz Molina pasa revista en esta conversación a la cultura en que vive la gente de su tiempo.Pregunta. ¿Qué es para usted la cultura?
Respuesta. Quizás una imagen orgánica y práctica del mundo que te permite relacionarte con él de acuerdo con tus intereses y necesidades, o de acuerdo con las formas sociales. Sería el equivalente a la mitología en la antigua Grecia, que sirve para que el mundo sea inteligible, un caudal que merece ser atesorado y difundido porque en él reside el núcleo de palabras que justifican la existencia humana.
P. Ése sería su concepto ideal de cultura, pero ¿qué cree usted que está diciendo hoy la cultura en Europa?
R. Lo que se está diciendo es la negación de los valores que ha creado la tradición europea, unos valores filosóficos y utópicos que se convirtieron en políticos desde la Revolución Francesa, pasando por las grandes revoluciones del siglo XIX y llegando hasta las grandes confrontaciones de nuestra guerra civil o la II Guerra Mundial. Esos valores de la Ilustración son los de la burguesía revolucionaria, que en un momento dado chocan con sus propios intereses. Las dos grandes creaciones de la cultura europea, que son la Ilustración y el socialismo, los dos grandes sueños de libertad individual y justicia colectiva, se han convertido en dos grandes pesadillas: el sueño de la razón ilustrada se convierte en los Estados Unidos de América y el sueño de la razón solidaria en la URSS. Han sido profundamente dañinas las expresiones del sueño. Se está dinamitando un gran valor de la cultura europea, que es el del saber, y lo que se hace es acabar con uno de los puntales de la civilización europea: la idea de la ilustración pública, de que el saber es liberador y una palanca de acceso a una vida superior. Los valores de la solidaridad y de la universalidad están siendo aniquilados por los nacionalismos o por esa especie de mundo cerrado y privilegiado que hemos creado frente al de los pobres. El capitalismo feroz ha destruido los sistemas ecológicos, las ciudades y el tejido social, y ha sustituido los valores tradicionales de lo solidario y lo público, de la. libertad individual mezclada con la justicia, en beneficio de lo privado. Porque otro de los grandes sueños era lo público: la plaza pública, la escuela pública, los espacios públicos... La posibilidad de lo público está siendo dinamitada y hay una pérdida de respeto a la individualidad solidaria.
P. ¿Ve usted alguna alternativa?
R. Al final de La ciudad invisible, de Italo Calvino, hay una frase que viene a decir que si se está próximo al infierno hay dos maneras de actuat: hacer que el infierno crezca o procurar crear un espacio menos infernal. Ahora no hay dónde esconderse. El sueño de Baudelaire, que proclamó los derechos irrenunciables del hombre a la huida y al desorden, ya no existe. Ya no se trata de una huida del Estado, sino de la violencia y la falta de respeto a la vida humana. La idea ilustrada del imperio de la ley ya no existe; ahora hay otro monstruo: la inseguridad absoluta, que te lleva a buscar protecciones privadas. Está claro en la sociedad norteamericana. Si visitas un edificio de casas acomodadas en Nueva York, abajo habrá vigilantes armados y circuitos de televisión. Esconderse no es posible, como sucede en La lotería de Babilonia, el cuento de Borges. El recurso es el de la moral del detective privado: en el ámbito en el que uno se mueve, afirmar la moral, la ternura y la solidaridad, así como en el ámbito del trabajo, pues hacer bien algo te sitúa en el lugar de los justos, de los que salvan su generación. Es limitado, pero lo mejor que se puede hacer: afirmar lo solidario frente a lo insolidario, la tolerancia frente a la crueldad; afirmar las relaciones igualitarias y crear espacios mejores, como el trabajo literario. La palabra ternura parece ilegítima públicamente, pero sirve para reducir el infierno; hay gente que lo multiplica diariamente y hace agria la existencia con crueldad gratuita. El modelo de desarrollo económico europeo capitalista implica la destrucción de una parte de sus lugares. Hay un espejismo de que ésta es la única realidad, por ejemplo, la que muestra la televisión, que la acabas creyendo. Se puede hablar, pues, de cultura en el sentido marxista; es decir, como un velo que te impide ver la realidad. Yo soy muy crítico con la realidad del régimen político español, por la separación feroz entre las zonas con poder y las que no lo tienen, que están abandonadas, como el campo subsidiario que se convierte en marginal. Se crean compartimentos estancos en los propios países, como en Andalucía con el empleo rural, destruyendo el sentido de la vida de generaciones enteras. El orgullo del trabajo de la clase trabajadora ha perdido todo su valor y la sociedad pierde sus referencias; a cambio, se le ofrecen barriadas periféricas y culebrones. El otro siempre es enemigo, y para progresar hay que pisar.
P. La unidad europea implica, aun sobre una base económica, una unidad cultural. ¿Vislumbra usted las consecuencias en las nuevas generaciones?
R. La unidad es inevitable y no tiene por qué ser mala; el sueño de la universalidad es un viejo sueno europeo y uno de los mejores que ha tenido el hombre. El relativismo cultural también es repugnante, y en nombre de la diversidad cultural no se puede legitimar la explotación, ni la barbarie, ni el crimen. Un pensador musulmán medieval, un filósofo del siglo XVI o el hombre ilustrado del XVIII tienen la noción básica que ansía la universalidad, por eso la creación mejor de nuestra civilización es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que contiene la idea de que todos los hombres son iguales. Pero la unificación cultural a la que tendemos es de tipo norteamericano, una sociedad salvajemente individualista.
P. ¿En este proceso hay zonas positivas de confluencia en el campo cultural?
R. Veo positiva la libre circulación no sólo de las mercancías, sino también de las personas, las ideas o los libros. Hay que viajar y relacionarse, y nuestra generación ya está disfrutando de una comunicación y un conocimiento directo de lo que ocurre. Se crea un ámbito de movilidad como el que vivieron los sabios medievales. El peligro es que todos somos consumidores de productos idénticos, por lo que hay que defender lo singular no agresivo, lo singular enriquecedor.
P. ¿Cuáles cree que son las señas de identidad de la cultura europea en términos concretos, es decir, si la literatura, la arquitectura o la pintura están diciendo cosas similares o que se aproximen? ¿Existe una cultura europea o varias?
R. Hay una tendencia principal a través de la corriente humanista, herencia de la tradición griega y del Derecho romano, que es la tradición de la libertad individual, la tolerancia, la reflexión, la ilustración en su sentido más alto. Aunque no haya sido posible evitar los campos de exterminio y legitime la destrucción de medio planeta. Son valores que se pierden.
P. ¿Cómo se enfrenta usted a estos defectos capitales?
R. Son males que encierran también dentro el sueño de la tolerancia. Estamos cayendo en la simulación del respeto absoluto. No hay sociedad en la que las minorías o los grupos marginales tengan tantas asociaciones de defensa como la norteamericana. También hay que defenderse de esta intolerancia de sentido contrario, como denuncia en sus obras Breat Easton Ellis: en América, ahora el malo de la novela o de la película sólo puede ser blanco, heterosexual y varón, porque si no se te echan encima los grupos negros, gay o feministas. Cuanta menos libertad real hay, más simulacros se producen.
P. En esa construcción cultural de la generación posbélica, ¿cuáles son los mecanismos de defensa frente a esa cultura norteamericana que domina los circuitos del mercado y la propia sensibilidad del gusto?
R. Pues la defensa de esos valores a los que ya aludí: la disidencia, la tolerancia, el saber, la disciplina, el amor a las cosas.
P. ¿Estamos preparados para eso?
R. Es una cuestión de decisión individual y colectiva, de coraje para defender lo defendible. Los logros siempre se han conseguido a contracorriente. La idea apocalíptica de que la cultura de la palabra ha desaparecido y que se lee menos que nunca es falsa, puesto que nunca ha habido tantas posibilidades como ahora de leer. Pensar que no hay nada que hacer es reaccionario.
P. ¿Qué consecuencias morales e intelectuales tuvo para usted y su generación la caída del Este y sus muletas ideológicas?
R. Yo creo que se esperó demasiado para desengañarse. Lo asombroso no es que la realidad haya desmentido de pronto todas esas cosas, sino que durante tanto tiempo tanta gente se haya negado a aceptarlo; por ejemplo, el desprecio con el que muchos hablábamos durante los años setenta de la libertad de la democracia burguesa. El gran error de la izquierda fue la ruptura con la tradición humanista, es decir, la aniquilación por parte del marxismo de la tradición. Y el gran crimen de estos regímenes fue la negación de la tradición individual, el rechazo de la riqueza cultural. Las ideas de libertad y justicia siguen sirviendo y se pueden tomar de la teoría marxista, por supuesto.
P. ¿Cree que hay otras muletas ideológicas?
R. Las del mercado, la frivolidad y la irresponsabilidad. La idea de que las cosas son como son, naturales e incontestables, como afirmaban los absolutistas. Marx, Freud o Nieztsche demuestran que nada es natural, que lo construye el hombre según sus intereses, luego se puede luchar contra la injusticia o la explotación.
P. ¿Qué cree que queda del concepto de posmodernismo?
R. En España tiene una interpretación distinta. Hay una idea posmoderna cierta y filosóficamente legítima, cual es que después de la tiranía de la vanguardia, que se convirtió en académico, hay que recuperar la libertad de elección y de caminos. Se ve fácilmente en la arquitectura racionalista del ángulo recto, que unifica las construcciones en todo el mundo. Se ha roto el chantaje de la modernidad obligatoria y es liberador. Hay que defender la tradición. Pero el término posmoderno se ha acuñado aquí como fiesta continua y manifestación de la irresponsabilidad en todos los sentidos.
P. Su generación ha estado en el ojo del huracán de esta irreflexión. ¿Cómo se ha defendido usted de ese acoso social y cultural para olvidarse de la historia?
R. En parte, por lealtades a mi propio mundo, por no haber ingresado en un ámbito determinado y haber conservado un punto de referencia distinto al de la sociedad culta y literaria. Hay más cosas aparte de la literatura, y hay que permanecer atento a ellas: a mí me gusta saber qué es de mis compañeros de escuela y de juegos, de los que sus hijos se han hecho drogadictos, o estar con mi familia, las personas que me han criado.
P. De acuerdo con la idea del mundo que construyó en su infancia frente a la del mundo adulto, ¿qué es lo que más le ha perturbado?
R. La crueldad del mundo y la falta de vínculos; la fuerza de la destrucción de las ciudades, que me hace tener una continua actitud de furia. La vida se ha vuelto hostil para la gente. Había otras posibilidades.
P. ¿Cuáles son las incomodidades de España?
R. La barbarie permanente y .soez; la mala educación que se manifiesta en el trato, tanto con los otros como con el monte de El Pardo; la codicia del capitalismo, la creencia de que el mundo pertenece al poder sin ningún límite.
P. Dice que ya no hay zonas de huida. ¿Cómo concibe esas zonas de huida del ruido que se le ofrecen a la juventud como son la droga, la velocidad, etcétera?
R. Son los ostracismos que crea el propio sistema.
P. ¿Qué puede hacer el intelectual como testigo de este tiempo, ligándolo a la ausencia paulatina de lo que hubo al principio de nuestra generación, aquellos personajes a los que acudíamos para saber qué podíamos pensar, como Russell, Sartre o incluso Camus?
R. No creo que hayan tenido nunca más poder que ahora, e incluso si lo han tenido ha sido dañino, porque el intelectual tiende a la soberbia. El escritor no tiene que hablar como tal, sino como ciudadano que se relaciona públicamente con el mundo mediante las palabras.
Babelia
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