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CUARTO CENTENARIO DE 'EL ESPAÑOLETO'

Hitos deslumbrantes de la muestra

Ocupando toda la galería principal del museo, lugar de privilegio, el montaje de la muestra sigue un cierto orden cronológico, pero sin que ello signifique renunciar a ciertos golpes escenográficos, a los que se presta muy bien la espectacularidad de Ribera, y que agradece el visitante, porque 129 cuadros y 64 dibujos suman un número de obras demasiado considerable incluso para este radiante espacio alargado. El primero de estos golpes de efecto es el sobrecogedor Calvario, de la colegiata de Osuna, con el que se enfrenta el visitante nada más penetrar en la sala, y que es ya un aviso de cómo Ribera puede conjugar el gran formato, el tema y la situación que sea sin renunciar al más exquisito refinamiento cromático, ni perder un ápice de hondura sentimental y delicadeza sensible.Pero si deslumbra este bellísimo cuadro, emplazado en uno de los paneles que cortan perpendicularmente el espacio de la galería, no por ello apaga el valor de las otras obras, de menos tamaño, que lo circundan, pues en Ribera apenas si hay desmayos de calidad, incluso con los raptos místicos y líricos más emocionantes. Tampoco llegan jamás a cansar las repeticiones, como las series de los San Jerónimo, San Sebastián, San Bartolomé, San Andrés, las Magdalenas, o todas las dedicadas a los santos ermitafios, entre las que nos encontramos, prescindiendo ahora de algunas magistrales del Prado, con no pocos ejemplos de rara hermosura, como el San Sebastián atendido por las santas mujeres, del Museo de Bellas Artes de Bilbao; el San Jerónimo, de Osuna, o el San Jerónimo y el ángel del juicio, del napolitano Museo de Capodimonte; las dos Santa María Egipciaca, respectivamente pertenecientes al Museo Fabre de Montpellier y al Museo Civico Filangieri de Nápoles; el Martirio de san Bartolomé, de la National Gallery de Washington, etcétera.

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Un Ribera sin tópicos ocupa el salón central del Prado

Sorpresas inolvidables

Verdaderamente haciéndose aquí de todo punto imposible una lista de cuadros o dibujos de superior calidad o interés, me limitaré a señalar algunas de las sorpresas inolvidables entre las venidas de fuera del Prado, y en especial la producida por la soberbia Inmaculada Concepción, del salmantino convento de las Agustinas Recoletas de Monterrey, que, limpiada y adecentada para la ocasión, nos revela detalles de insospechada belleza.

La Piedad, de la Certosa de San Martino de Nápoles, esa fuente inagotable de emoción,estaba previsto que figurara en la muestra aunque, a última hora, no ha sido posible su incorporación. Conmueve hasta el fondo la dulzura de los Desposorios místicos de santa Catalina, del Museo Metropolitano de Nueva York. Y aún habría que hacerse lenguas de otras muchas obras: Silencio ebrio, del Museo de Capodimonte; Apolo y Marsias, del Museo de San Martino; El niño cojo, del Louvre; el Apóstol, del Museo Kimbell de Fort Worth, etcétera.

Los dibujos, emplazados en la pequeña sala lateral paralela a la galería, son otro punto fuerte de la muestra y la demostración del talento de Ribera con cualquier medio o técnica.

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