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Imposibilidad del exilio

Antonio Muñoz Molina

El novelista norteamericano Allan Gurganus, que se ha paseado ante los fotógrafos españoles vestido de novelista norteamericano -traje a rayas, chaleco muy ceñido, corbata de nudo grueso, zapatillas deportivas- y acaba de publicar una novela desaforada de mil páginas, declara con melancolía que el exilio se ha vuelto imposible para sus compatriotas, para él mismo. Un exiliado no es siempre alguien que ha de poner tierra de por medio para que no le pongan bajo tierra: el exilio puede ser, y a veces ha sido, un destierro voluntario, una manera de decir orgullosamente no y de marcharse de los escenarios de la vida de uno como se marchaban los profetas de las ciudades que los maldecían, sacudiéndose el polvo de las sandalias y negándose a volver los ojos para no quedar convertidos en estatuas de sal, en monumentos patéticos a la nostalgia. Los desterrados españoles casi siempre lo han sido por razones estrictas de supervivencia o de puro asco hacia lo que dejaban atrás, pero en la tradición anglosajona, a la que pertenece Allan Gurganus, la decisión del exilio ha tenido algo de gallardía afirmativa y vital, y por eso hay historiadores cínicos que dicen que los ingleses se tomaron el trabajo de fundar un imperio para dotarse de pretextos que les permitieran huir con dignidad, incluso con heroísmo, de un clima infame y de una comida vomitiva. El romanticismo inglés es una literatura escrita por fugitivos: Byron, Shelley, Keats. Lord Burton, que viajó hacia las fuentes del Nilo, tradujo escrupulosamente los pormenores más pornográficos de Las mil y una noches y llegó a tales extremos de sabiduría que pudo escribir todo un volumen exhaustivo sobre la práctica de la cetrería en el valle del Indo, fue un viajero versátil que se pasó la vida inventando motivos para huir de Inglaterra, hasta tal punto que llegó a jugársela disfrazándose de árabe para dar vueltas ceremoniosas y blasfemas en torno a la piedra Kaaba, a la que en 13 siglos no se había acercado nadie que no fuera musulmán. Graham Greene vivió en un apartamento de dos habitaciones de la Costa Azul y fue a morirse a Zúrich. Robert Graves, exasperado por la sangre y el cieno de las trincheras de la guerra europea, se marchó en 1919 a Mallorca y dejó escrito un libro que era un acta de rebeldía y una declaración de principios: Adiós a todo eso. Al mundo y a la clase en que se había educado, al país donde no volvería nunca, dedicado a mirar desde su casa de Mallorca los azules del Mediterráneo que también hipnotizaron y embriagaron a Lawrence Durrell, que por tener un país, aunque fuera mentira, se inventó una culta y apasionada Alejandría.Se exiliaron para vivir: ahora sus tumbas los recuerdan bajo cielos candentes, de una vehemencia azul que es el contrapunto exacto del azul pálido y vacío de los ojos del Norte. Ahora, Allan Gurganus, que acaso imaginó alguna vez la posibilidad de exilarse, viaja a Europa para contar en los vestíbulos de los hoteles las peripecias de su novela de mil páginas sobre la guerra civil americana y descubre que el exilio se ha vuelto imposible, no ya el exilio de los ilustrados y los republicanos españoles, de todos los que huyen para no asfixiarse en el aire viciado de las tiranías, sino también el otro, el de los fugitivos anglosajones, los que buscaban paraísos prometidos por los libros de viajes y los grabados de selvas y harenes de Oriente. Aunque me vaya de mi país no puedo salir de mi país, declara, aunque cruce océanos y quiera esconderme a decenas de miles de kilómetros: en cualquier ciudad de cualquier continente encuentra la gran eme roja de un McDonald's, en el arroyo más perdido del bosque amazónico flotará al azar de la corriente una lata de Coca-Cola, en la habitación más claustrofóbica de cualquier hotel encenderá la televisión y escuchará las carcajadas industriales de una serie norteamericana, en el suburbio más atroz de una ciudad española o bengalí verá a un niño que lleva con orgullo una gorra de béisbol y una camiseta de la Universidad Estatal de Ohio. Si no quedan vías de escape -y estoy citando el título de un libro de memorias de Graham Greene- habrá que ir buscando el modo de emboscarse o de volverse invisible. Tal vez Allan Gurganus lo sabía antes de viajar a España y de encender la televisión en su hotel, y por eso decidió esconderse tras una novela de mil páginas.

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