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FERIA DE SAN ISIDRO

La goma de borrar

Domecq / Ortega, Rincón, JesulinToros del Marqués de Domecq, con trapío, excepto el impresentable 3º, chico, flojo y sospechoso de pitones; todos con casta, y también nobles salvo 2º y 5º, que desarrollaron sentido.

Ortega Cano: pinchazo hondo caído (pitos); pinchazo, otro a paso de banderillas, media trasera -aviso- y 10 descabellos (pitos). César Rincón: dos pinchazos y estocada caída (vuelta con algunas protestas); pinchazo y estocada corta atravesada (silencio). Jesulín de Ubrique, que confirmó la alternativa: estocada ladeada (palmas); tres pinchazos bajos y descabello (silencio).

Plaza de Las Ventas, 25 de mayo. l7a corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".

JOAQUÍN VIDAL

El advenimiento de Cesar Rincón a Las Ventas fue acogido con ovaciones y vítores. Terminado el paseíllo, la afición madrileña, la más rigurosa y exigente del mundo, lo sacó a saludar, y César Rincón avanzó a los medios, montera en mano, coronado de laureles, nimbado de gloria. Venía con la goma de borrar. Venía con la goma de borrar -la llevaba gurdadica en el bolsillo del chaleco; yo lo vi-, y la sacó en el momento oportuno, justo cuando correspondía hacerlo, en ocasión de torear de muleta a su primer toro. Y fue entonces César Rincón, y zás, zás, zarazás, gomazo para allá, gomazo para acá, con dos trincherillas, tres pases de tirón, cuatro redondos, uno de pecho, ya había borrado cuanto toreo pegapasista le antecedió en la feria; y lo había borrado no sólo del ruedo venteño y restantes ruedos ibéricos, sino del orbe taurino todo, del mapa mundi, del sistema solar.

Rayos y centellas, y qué bien toreaba César Rincón aquel toro, ahora de frente, inequívocamente embraguetau y arrematau. Aunque, ¡rayos y centellas!, a veces se le olvidaba ejecutar con arreglo a los cánones las suertes, y ya estaba allí la afición exigente y rigurosa, que jamás se pierde detalle -y menos se lo iba a perder en la histórica hora de la desaparición cósmica del pegapasismo- y, "fiuí, fuá" -silbaba- "la pata atrás, no" -decía- para hacerse entender, y César Rincón, hombre de reflejos rápidos, lo entendía cabal, y corregía el compás, y se colocaba de nuevo de frente, y volvía a citar con la muleta frontal, y a ligar los pases, llevando al toro absolutamente enceladoen sus gráciles vuelos.

Una maravilla. Una maravilla, quién podría dudarlo. Pero ¿con qué toro? ¿Era aquello, en realidad, toro? Un animal tan chico, tan flojo, tan desmedrado de pitones, tan dócil ¿es toro? La propia afición conspicua, rigurosa y exigente, lo había protestado con vehemencia -¡toro, toro!, pidió a gritos nada más verlo aparecer en el redondel-, naturalmente, la presidencia no hizo ni caso. Por lo común, la presidencia -principalmente si es la que ocupaba el palco ayer- no hace ni caso a la afición. Y luego, claro, podrá cargarse de razones: si llega a devolver al corral el toro chico, flojo, desmedrado, César Rincón no habría sacado la goma de borrar, no habría provocado el delirio que estalló en la plaza, no habría tenido al alcance de la mano el triunfo sensacional que ya llegaba imparable, y que detuvo él mismo matando al inocente animalito de muy tosca manera.

De cualquier forma, César Rincón no necesita torito chico y mono para ejecutar el toreo. Lo ha demostrado muchas veces. En su siguiente toro se tendría que ver, y este acontecimiento lo aguardó la afición con impaciencia . Mientras tanto, la corrida transcurrió interesante y con altibajos. Los toros sacaban casta seria y la casta seria daba mérito a los toreros o los ponía al descubierto; dependía de los casos. Jeusulín de Ubrique, en tarde trascendental pues debutaba en Madrid y confirmaba la alternativa, todo a la vez, no se enteró de que estaba, precisamente, en Madrid, o le trajo sin cuidado. Repitió su toreo de siempre, el que le ha dado por ahí fama y billetes, que consiste en torear fuera de cacho, con el pico de la muleta, la suerte descargada... y dejó fríos a la afición, al público en general y a los militares sin graduación. Pero él, tan tranquilo. En cambio, a Ortega Cano se le llevaban los demonios...

Se le llevaban los demonios a Ortega Cano, o eso daban a entender su gesto malhumorado, su impaciencia por hacerse presente, su determinación de ejecutar un quite por chicuelinas en el toro de Rincón, aunque protestara el público. Estaba en su derecho: le devolvía al torero colombiano otro quite, también por chicuelinas, que había instrumentado en su toro anterior. Ese toro resultó bronco, derrotaba violento, de repente se sentó a descansar, cuando volvió a la pelea aún mostró peor talante, y Ortega lo pasaportó pronto. El cuarto tenía nobleza y tenía casta. Ese era su problema: la casta. Ortega intentó dar derechazos y naturales en diversos terrenos y a diversas distancias en el transcurso de una faenma de muleta larguísima, y ni le cogió el temple al toro, ni pudo con él, ni acertaba a matarlo, y cuando se retiraba al burladero de capotes -en la mano la montera con que había brindado el toro al público-, llevaba en el rostro una patética expresión de disgusto y de fracaso.

Con el quinto de la tarde, un colorao buen mozo bien armado, se esperaba que César Rincón completaría su borrado cósmico del pegapasismo iniciado en el toro anterior, aquel zaíno mal mozo y desarmado. Resultó, sin embargo, que el toro colorao desarrollaba sentido. Y que tenía también casta. Y César Rincón, ya nada maravilloso, ni genial, ni cósmico, procedió como un pegapases cualquiera: lo tanteó sin maestría alguna, y al comprobar su peligro, pidió la espada, entró a matar y si te he visto no me acuerdo. O sea, que era el toro íntegro, con su casta, quien, a la hora de la verdad, había llegado con la goma de borrar. Y fue, e hizo zas, zas, zarazás, y dejó vacío de toreros el ruedo de Las Ventas.

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