Cuando más agua caía
En la plaza nadie entendía nada; todo era confusión y estornudos. Rompió a llover durante el paseíllo y ante la presencia del meteoro, el presidente no tenía más que dos opciones: comunicar que se aplazaba la salida del primer toro u ordenar que saltara a la arena. No hizo ninguna de las dos. Allí quedó todo -el mundo -plaza abarrotada hasta la bandera-, aguantando el chaparrón como podía, sin saber a qué carta quedarse. Y cuando más agua caía, y la gente se precipitaba a los vomitorios para escapar del tormentón que ya venía recrecido, fue el presidente y sacó el pañueluco blanco, y sonó el clarín, y el chulo-toriles abrió el portón, y saltó a la arena el primer Murteira.Verlo el público que quedaba en los tendidos, y armó un broncazo monumental. Rugía la tormenta y rugía el gentío. Almohadillas a cientos arrojó, enfurecido, sobre el ya enfangado ruedo, y caían con gran estruendo, algunas levantando aguas de los charcos, otras incitando al toro a pegarles cornadas en las ingles. Sólo que las almohadillas no tienen ingles y eso era para el toro una gran frustración. El toro era inocente y no había por qué darle aquellos disgustos.
Ruiz Miguel se negó a torearlo. El presidente ordenó ahora que salieran los cabestros y retiraron al toro. Se anunció por megafonía que la corrida se aplazaba 20 minutos. Pasados los 20 minutos Ruiz Miguel hizo saber, por señas, que no torearía ese toro ni ninguno. Los toreros abandonaron la plaza. El presidente tiró de teléfono y se puso a pegar voces. El hombre estaba congestionado y se temió que le diera un patatús. Luego la megafonía comunicó que la corrida no estaba suspendida; que eran los torteros quienes se negaban a torear. Y el público aún entendió menos.
La ropa empapada, los cabellos chorreando, los pies mojados, toses, estornudos, ronqueras, así andaba todo el mundo, tendido arriba y abajo, preguntándose qué mal había hecho para que lo trataran de tan desconsiderada manera. No existe ningún espectáculo donde se maltrate tanto al público. Cada día con los toros, que no son lo que debieran, y por una tontería de nada -un simple aguacero-, también. Hay una autoridad para evitar esos desmanes, pero está claro que no ejerce. Si había decidido que hubiese corrida y los toreros se negaban a torearla, debió llevarlos a la comisaría y hacer pública su determinación. Mas, ¿a qué vino ordenar la salida del toro cuando estaba cayendo una manta de agua impresionante?
Ahora no vale decir "aquí n o ha pasado nada". Porque sí pasó. Y la autoridad superior debe exigir responsabilidades. Y compensar al público de los perjuicios que padeció por culpa del descaro y de la incompetencia de unos cuantos.
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