Olvidar y perdonar

Durante el descanso no descansé: me atormentaba la idea de tener que volver a bajar las escaleras de la sala y ocupar mi butaca para que me perpetraran la segunda parte de Thriller imposible. Personas de mi intimidad me alentaban al cumplimiento del compromiso laboral: aunque algunas de ellas eligieran la fuga, como otros espectadores. Allá fui, y allí se desarrolló el final de la obra, que parecía inspirada por todos los errores que tuvo Enrique Jardiel Poncela: justificar lo injustificable, explicar la tontería con tonterías, colocar un clímax sin inspiración ni sorpresa. Es una de esas obras en las que cada espectador debe pensar que se ha escrito contra él, para humillarle, para hacerle ver que allá arriba, autor y director, actores y productores, sospechan que es tonto, incapaz de distinguir lo bueno de lo malo, capaz de retorcerse de risa por cualquier mueca. No merece la pena dedicar más espacio a esta obra. Supuesta parodia de una novela policiaca gótica, no es ni parodia de sí misma. Si mi compromiso laboral me lo permitiese, ni siquiera enviaría estas líneas al periódico: su espacio vale más, y esta comedia es algo que se debe olvidar. Y perdonar.