La encrucijada
Sin lugar a dudas, con el fin del socialismo real la izquierda se ha liberado de una carga insoportable. Pero no es menos cierto que a corto plazo sobre ella recaen los costes políticos de lo ocurrido. Por vez primera en mucho tiempo, las corrientes conservadoras, esgrimiendo para la ocasión el rótulo de liberalismo económico, exhiben una absoluta seguridad en la descalificación de sus oponentes. Es un nuevo espectro que recorre Europa y América, y que afecta a las más distintas esferas de la vida cultural y política.Prevalece la imagen de que en el mundo capitalista se da un grado máximo de libertad de mercado que permite la asignáción óptima de los recursos. El mismo papel mítico ocupado antaño por la nacionalización lo juega hoy la privatización. Al parecer, incluso el Estado debe transformarse en una asociación de brokers, especulando con el suelo urbano o con los recursos financieros: si luego pasa lo que pasa, la culpa es de los hombres y no de la lógica que inspira el sistema de poder. Nada de extraño tiene que la corrupción prospere, uniéndose a viejos hábitos clientelares, al quedar colocada la clase política en la zona de fuego de- los estímulos y de los poderes económicos privados. Y tampoco debe asombrar que, en plena desorientación, la izquierda vaya quedando borrada del mapa gubernamental europeo, salvo en aquellos casos en que de izquierda tiene solamente las siglas. Es un desplome generalizado que ilustraron, en pasadas semanas las elecciones italiapas y francesas.
Ahora bien, ni son sólo las circunstancias adversas las responsables de cuanto ocúrre ni el mundo áctual ofrece el cuadro de una realidad equilibrada que justifique la renuncia a los impulsos de cambio. Para empezar, la propia izquierda es en gran parte causante de sus reveses. En el último cuarto de siglo ha perdido su papel tradicional de adelantado en la interpretación de los cambios sociales y políticos, y en la propuesta de reformas. A pesar de la evidencia de la crisis del socialismo real, no supo marcar suficientemente las distancias frente a los regímenes dictatoriales e ineficaces del Este. Tampoco fue capaz de apreciar el carácter de lacrisis de reestructuración del poder capitalista en los años setenta, produciendo, sólo análisis insuficientes y respuestas obsoletas. En el fondo, olvidó reconocer la tendencia a la estabilización del poder social y económico, visible desde hace tiempo en las sociedades occidentales. Muchos quedaron atrapados por el espejismo del 68, sin acertar a sustituir el deslumbramiento inicial por una atención hacia los procesos que daban vida a los nuevos movimientos sociales. Sobre la situación de desconcierto generada por el ocaso del keynesianismo, el hundimiento del mundo soviético supuso el golpe de gracia simbólico. El viento de la historia parece soplar únicamente para las velas conservadoras.
Una vez alcanzado este punto crítico, es muy alta la tentación de sobrevivir jugando como única carta el rechazo testimonial. Ante las creencias que se derrumban, lo esencial es entonces sostener un discurso que condene lo existente y denuncie su negatividad. Resulta algo muy parecido al papel de Casandra asumido por los escritores carlistas de nuestro siglo XIX: el mundo es un museo de horrores, frente al cual la pureza de los principios se mantiene mediante la descalificación universaL Así puede sentirse uno todavía rojo. Si el Dios del comunismo ya no existe, para conservar la fe queda el Diablo de la hegemonía estadounidense. Puede mantenerse de este modo, a fuerza de reseñar desastres e infamias, la, esperanza en una inexistente alternativa. Cabe incluso aferrarse, apoyándose en una idealización estrictamente reaccionaria, a los últimos mitos del pasado, como el castrismo, en su calidad de adversario de las fuerzas del Mal dirigidas por el guionista perverso. Y alentar bajo cuerda la añeja desconfianza hacia la democracia. Se trata de un radicalismo de consolación muy adecuados para tiempos de impotencia.
Lo que ocurre es que su crisis presente llama a una actualización de la izquierda, no a su desaparición o momificación. Conviene recordar, de entrada, que el balance histórico de siglo y medio de socialismo en la Europa central y occidental dista de ser negativo. Si el programa político de la Revolución Francesa ha encontrado el complemento de una ciudadanía social, consistente en la integración de las clases trabajadoras en las formas de vida, así como en los procesos de, adopción de las decisiones políticas y económicas, ello se debe ante todo a la secular acción reivindicativa que en los planos sindical y político alentara el socialismo. El proceso seguido tiene además la virtud de la transparencia, dejando al descubierto limitaciones y fracasos respecto del propio proyecto histórico. Comunistas y socialistas no tienen tampoco mucho que hacerse perdonar, por ejemplo, en el durísimo proceso de construcción de la democracia y de mejora de la condición obrera en España. Y si hoy tenemos claras las exigencias de lo que aún falta para constituir un mundo de rostro efectivamente humano, ello se debe a la tradición intelectual de la izquierda,. desde, la denuncia de la desigualdad, o de la discriminación racial, al respetó de los derechos humános. Por su parte, el discurso economicista triunfante, propio del pensamiento conservador, tendría serias dificultades para probar que nos encontramos en la era de las armonías económicas.
Hay, pues, suficientes razones para seguir hablando de un futuro de Id izquierda. E incluso del socialismo, en cuanto proyecto de reconducción de las economías de mercado hacia una perspectiva más amplia, que, por un lado, las depure del imperio actual del interés económico a corto plazo, y, por otro, apunte a la integración de las necesidades de los marginados y de la propia supervivencia del planeta. Lo insensato e irrealista es seguir confiando en el enriqueceos de un Norte amurallado frente a los excluidos de un mínimo de bienestar. Todo ello sin olvidar el viejo objetivo, siempre válido, de la actuación contra la desigualdad y la marginación en nuestras propias sociedades.
No es inútil recordarlo cuando los sindicatos obreros están a punto de sufrir en España una nueva prueba de fuego con un decreto sobre el paro que ante todo parece una provocación para doblegarles, aprovechando unas circunstancias más propicias que las dé 1988. Me apoyo para esta valoración en la política de imagen perfectamente montada, desde la engañosa entrevista concedida por González a los dos secretarios generales de CC OO y UGT, hasta las declaraciones oficiales que permiten presentar a las: centrales como agresoras,. con la colaboración de una prensa que exhibe el contraste entre la pesadumbre del presidente y los aires de jaque de Nicolás Redondo. Además, conflictos laborales impopulares, como los del transporte, ofrecen la ocasión de oro para el ajuste de cuentas que antes no pudo hacerse. El país parece satisfecho con el ejercicio de encantamiento en tomo al espectáculo de Sevilla, convertido en símbolo de cohesión nacional, y ni siquiera repara en la conexión entre el déficit que pudiera ocasionar el AVE o tantos otros dislates y los recortes sociales a que hay que recurrir para el pago de la factura. Por supuesto, el objetivo del decreto no es el fraude generalizado, ni el específico del PER, el llamado. dinero Felipe que tan buenos votos da, sino los recursos que afectan a unos trabajadores sometidos a la elogiada flexibilidad del mercado de trabajo, cuyos aspectos negativos, como era de esperar, tampoco se abordan. Los sindicatos entrarán al trapo, y si esta vez caen, Ja vía neoliberal para, Maastricht será mucho más fácil. En definitiva, es, una ocasión más para recordar, mirando hacia atrás y hacia el futuro, que nada, indica que el camino de la izquierda, abierto trabajosamente en los dos últimos siglos, deba darse por clausurado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.