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Del 'caracazo' al autogolpe peruano

Con lo ocurrido en Perú, el espacio democrático latinoamericano acabó por tomarse tan irrespirable como el aire de la ciudad de México. En pocos meses, Jean Bertrand Aristide fue derrocado en Haití, los militares venezolanos sacaron a relucir con malas maneras las lacras de la clase política y del sistema económico, y el Gobierno boliviano sufrió una grave crisis de Gabinete, acompañada de rumores de golpe de Estado militar en el que habría participado un inédito ejército boliviano. Hace dos años, en lo que entonces se consideró un hecho aislado, se sublevaron en Argentina los célebres carapintadas, un grupo militar de turbios antecedentes represivos y origen e ideología difusos.Los militares venezolanos cuentan con el apoyo de la mayor parte de la sociedad y el de intelectuales y políticos de prestigio. Tanto, que para formalizar la alternativa, militares retirados crearon un Partido Democrático Independiente, listo para presentarse a elecciones anticipadas o servir de fachada a un golpe de Estado. El autogolpe de Fujimori tiene la aprobación del 73% de la población (EL PAÍS, 8 de abril de 1991). Contra lo habitual, los líderes de estas asonadas se convierten en personajes populares. En Venezuela peregrinan por entrevistar al comandante Hugo Chávez, a tal punto que el Gobierno debió trasladarlo a una cárcel lejana. En Argentina, el coronel Aldo Rico obtuvo más de medio millón de votos cuando se presentó como candidato a gobernador por la provincia de Buenos Aires.

Los expertos en democracia formal están asombrados, porque esto no cuadra en sus cálculos. Argentina, Bolivia y Venezuela son, junto a México y Chile, los países donde las políticas neoliberales de ajuste obtienen más éxitos (Fujimori aplica las mismas recetas, aunque con resultados hasta ahora menos interesantes). La inflación ha caído y hay síntomas de recuperación económica. Pero la inteligencia de la mayoría de los latinoamericanos no alcanza a captar los conceptos macroeconómicos, y su conciencia sobre los sacrificios necesarios para aspirar a los beneficios de la modernidad es impermeable a la lúcida prédica de sus dirigentes. Según una encuesta realizada por encargo de la Comisión de Reforma Electoral del Congreso boliviano, un 79% de la población cree en la democracia, pero un 55% no está satisfecha con sus resultados; un 63% cree que los partidos políticos son imprescindibles, pero sólo el 16% cree que defienden al país, mientras que un 77% cree que sólo defienden intereses de grupo y un 75% que son un factor de división nacional. La conclusión, expuesta por el uruguayo Manuel Flores Silva en un seminario realizado en marzo en el Colegio de México sobre Reforma del Estado... y democracia en Iberoamérica, es clara: creen en la democracia, pero no en esta democracia; también en la necesidad de los partidos, pero no en estos partidos.

Los rebeldes de Venezuela y Bolivia no han dicho en qué democracia creen, pero sí han dado peligrosos pasos adelante para hacer saber lo que no quieren: la corrupción, el despilfarro, la "entrega del país", "esa pandilla de vividores" (Chávez, por los políticos; Fujimori dice lo mismo), la obligación recurrente de masacrar a la población y, no menos importante, sufrir en carne propia las políticas de ajuste, ahora que el fin de la guerra fría y la eficacia de las brigadas de intervención rápida y de los batallones antidroga del Ejército norteamericano los va tornando costosos y obsoletos en sus propios países. Con excepción de Haití (un golpe clásico, contra un Gobierno popular), el descontento social y el descrédito del sistema político y sus representantes son el telón de fondo y la justificación de los golpistas. El sueño de la democracia recuperada en América Latina se desbarata. Lo que está ocurriendo debería alertar a los que durante una década pregonaron la combinación de desarrollo con progresos en la igualdad social, pero se resignaron a que el mercado resolviera la ecuación. Quizá el último ejemplo de esta actitud fue el seminario del Colegio de México, del que participaron especialistas españoles y latinoamericanos. Hubo allí elaboradas e interesantes ponencias sobre reforma del Estado, régimen de partidos, ley electoral; detallados informes sobre la crisis de representación política tradicional y la pobreza, pero a la hora de indagar, en las causas, de nombrar favorecidos y responsables para despejar el terreno de análisis, funcionó la norma de discreción cristiana: se dice el pecado, pero no el pecador. Nada sobre el, régimen de tenencia de la tierra; nada sobre la necesidad de una reforma tributaría que grave más las ganancias y menos los ingresos y el consumo. Muchos buenos propósitos sobre la necesidad de "incorporar a los marginales al mercado", pero nada sobre el principal inconveniente: el eje de la estrategia, de los programas de ajuste neoliberales es atraer la inversión ofreciendo bajos salarios, baja presión impositiva y bajos precios de compra. El neoliberalismo expulsa cada año del mercado a millones de latinoamericanos; crea pobreza en lugar de reducirla. Un funcionario del Gobierno de México explicó en el seminario los detalles de un interesante y sofisticado programa de solidaridad destinado a la población sin recursos. Pero nadie indagó sobre los planes para eliminar la pobreza. El neoliberalismo reserva a los Estados latinoamericanos el papel de las hermanas de la caridad y a sus intelectuales el de notarios de la beneficencia pública.

El mito neoliberal promete que una vez acumulada riqueza en la cúspide de la pirámide el bienestar filtra rápidamente hacia abajo, tal como ocurrió en algunos países y en otros tiempos. Sin embargo, un informe sobre América Latina del economista peruano Francisco Sagasti, basado en datos del Banco Mundial, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) v el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), demuestra que: a) "el 40% de la población vive por debajo de la línea de pobreza y existen amplias brechas en la satisfacción de necesidades básicas de vivienda, salud, nutrición, etcétera"; b) "América Latina tiene una de las distribuciones del ingreso más desiguales del mundo"; c) Ios medios de comunicación de masas -particularmente la televisión- han difundido un estilo de vida que es imposible de alcanzar para la gran mayoría de la población latinoamericana: durante la década 1980-1990 el número de televisores por 1.000 habitantes aumentó un 40%, mientras que el salario promedio real se redujo un 40%"; d) "el ingreso medio por habitante latinoamericano tardaría 12 años en duplicarse a una tasa anual promedio de crecimiento del 6%, 30 años en alcanzar el nivel que tenían los países ricos en 1965, 40 años el nivel de esos países en 1990 y 60 años para equipararlo, suponiendo que, durante esa eternidad, los ricos crecieran tres veces menos, el 2% anual".

Pero la realidad desmenuzada es peor que la que trazan las líneas promedio: el ingreso medio anual latinoamericano de 1990 (2.000 dólares) está a años luz para el 30% de los pobres absolutos de Argentina, Uruguay y Costa Rica, el 40% de México y Venezuela, el 60% del Brasil, Colombia y Ecuador, o el más del 65% de Bolivia, Perú y Centroamérica, según el PNUD.

Ante semejante realidad, comienza a abrirse camino una visión más realista sobre los requisitos democráticos. Antes del autogolpe, el economista peruano Hernando de Soto, ex asesor del presidente Fujimori y director del instituto Libertad y Democracia, advirtió que en América Latina se "está generando una revolución de gran desproporciones, como la francesa , de l989"; que una de las reformas estructurales imprescindibles "es la de la tenencia de la tierra"; que "no hay democracia, porque en cada comicio se elige a un dictador que no vuelve a consultar a la población", y que "la guerrilla podría triunfar en Perú si el Estado no atiende a las necesidades de la población" (La Jomada, México, 21 de marzo de 1992). En medio de la crisis venezolana, el escritor Arturo Uslar Pietri denunció el despilfarro, efectuado por los sucesivos Gobiernos democráticos, de los 250.000 millones de petrodólares ingresados por Venezuela en los últimos 20 años, "que si se hubieran invertido sensatamente ( ... ) hoy podríamos ser uno de los países más prósperos y desarrollados de América Latina..." (El Nacional, Caracas, 22 de marzo de 1992). Ese mismo día, menos imprevisiblemente de lo que podría pensarse, el presidente brasileño Fernando Collor de Melo hizo el elogio de... la revolución cubana: "Los niveles que ese país alcanzó en la salud y educación, ningún otro los ha logrado ( ... ). El socialismo tiene muchas cosas interesantes que deben ser aprovechadas, entre ellas la preocupación por las necesidades básicas de la población". Collor fue más lejos aún cuando afirmó, sobre la democracia en Cuba, que el concepto de libertad no se puede basar solamente en las elecciones libres, ya que debe medirse en relación a derechos y deberes de los ciudadanos, muchos de los cuales están garantizados por el régimen de Fidel Castro (Veja, Sao Paulo, 22 de marzo de 1992). Como puede verse, no todo el mundo está ciego, aunque algunos videntes resulten sospechosos de oportunismo, de intentar curarse en salud o de intenciones antidemocráticas.

Todo esto parece significar, simplemente, que esta democracia trastabilla porque no sirve a la gran mayoría, porque las políticas neoliberales y su secuela de corrupción minan los cimientos del sistema y desprestigian a los partidos políticos y a sus dirigentes, y porque en semejante contexto social, tarde o temprano la vía queda expedita para cualquier aventura.

Mientras las alternativas sociales y económicas honestas y razonables son subestimadas o, peor, atacadas por todos los flancos hasta su fracaso, como ocurrió en Chile y Nicaragua, y ocurre en Cuba y Haití (El Salvador es la próxima prueba), mientras la mayoría de los políticos e intelectuales sigue practicando la política del avestruz, América Latina incuba un nuevo e imprevisible periodo de revueltas e inestabilidad.

Carlos Gabetta es periodista y ensayista argentino.

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