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Tribuna
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Toros y leyes

El mundo taurino anda revuelto con exceso ante la entrada en vigor del nuevo reglamento de espectáculos taurinos, sin que mostrara la misma preocupación al aprobarse la ley de 4 de abril de 1991, que era la norma que realmente sentaba las bases para dotar a la fiesta de un nuevo régimen jurídico. Tanto la ley como el reglamento que la desarrolla nada menos que pretende acomodar la fiesta a las exigencias constitucionales, importante y difícil tarea, ya que la norma constitucional, desde su preámbulo, pretende acoger y dar protección a todas las manifestaciones culturales y, qué duda cabe y con las naturales discrepancias, la fiesta de los toros es una manifestación cultural con sus defectos y sus virtudes.Tenemos por cierto que las leyes, para que se cumplan y respeten, tienen que responder a una necesidad social que los ciudadanos manifiesten, en este caso los aficionados, para una nueva regulación de la fiesta; solamente aquellas leyes que consiguen esta adecuación entre la necesidad y el acierto en su redacción son las que logran pervivir en el tiempo.

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Si se hace una lectura serena, tanto de la ley como del reglamento, se podrá comprobar que los redactores han tomado como piezas maestras de una parte, garantizar los derechos de los espectadores, y de otra, la pureza de la fiesta, basando ésta, fundamentalmente, en la integridad del toro, impidiendo cualquier manipulación fraudulenta de sus características esenciales.

Hasta sus más acérrimos detractores deberán reconocer que en este caso el legislador ha sido prudente, pues en el propio reglamento se puede leer que la esencia del espectáculo está constituida por la lidia del toro bravo, lidia y bravura, elementos esenciales e imprescindibles ante los cuales, modestamente, se reconoce que no pueden ser reglamentados por estar sometidos a criterios artísticos o de afición, que no entran por el estrecho cauce del BOE.

Parece imprescindible que la norma sea acomodada a la realidad social del tiempo en que debe ser aplicada, criterio ponderado que aconseja nuestro Código Civil y así se llegará a la consecuencia de que el arte de lidiar, por muchos artículos que se introduzcan en una ley, trasciende de lo puramente jurídico para entrar en ese campo que los aficionados cultivamos con veneración al considerarlo cuando menos un arte que quizá sea para muchos la eterna batalla entre los valores del hombre para dominar otras fuerzas. Si esto se puede decir del arte de lidiar, con no menos excepticismo contemplamos el difícil empeño de que la bravura del toro, su casta, su agresividad, encuentren acomodo en números y letras.

No es menos problemático garantizar el derecho de los espectadores, que desde luego no es uniforme: el aficionado, expectante y sufridor, sigue las incidencias de la lidia; para el simple espectador, la corrida es un festejo más y como en tantas otras manifestaciones hoy acontece que lo importante es divertirse y el que quiera polemizar que se vaya al Ateneo, como dicen algunos.

Alfredo Flores Pérez es fiscal jefe de la Audiencia de Sevilla.

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