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FERIA DE SEVILLA

Un ángel vestido de banderillero

González / Muñoz, Cepeda, FinitoCuatro toros de Manolo González, 1º terciado, resto bien presentados, flojos, que dieron juego, excepto 6o, manso. Dos de Sánchez-Dalp: 2º anovillado, flojo y pastueño, 5º terciado y manso, único en la tarde que recibió tres varas. Emilio Muñoz: estocada corta trasera baja (silencio); media, rueda de peones y ocho descabellos (silencio). Fernando Cepeda: media perdiendo la muleta y rueda de peones (silencio); pinchazo y estocada corta delantera (silencio). Finito de Córdoba: pinchazo, estocada corta atravesada tendida trasera, rueda vertiginosa e insistente de peones y descabello (ovación y salida al tercio); dos pinchazos, otro perdiendo la muleta -aviso- y dos descabellos (palmas). Plaza de la Maestranza, 25 de abril. Séptima corrida de feria. Lleno.

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Los designios del Señor son inescrutables y los ángeles de la guarda aparecen donde menos se espera. Ve uno en la carretera a alguien con uniforme, gorra y moto, se cree que es un agente de tráfico, y resulta ser el ángel de la guarda. En los toros también puede ocurrir, y aún con mayor motivo, porque allí hay peligro y si no fuera por los ángeles de la guarda, pasarían cosas terribles. Un banderillero hubo ayer -se llama Pedro Mariscal, lo conocen por Santiponce-, y ese no era el ángel de la guarda, sino el alma buena a quien guardar. El ángel de la guarda resultó ser otra alma buena vestida de banderillero, que para las prosaicas cuestiones mundanas se llama Paco Puerta.

Lo acaecido podría resumirse así: prendió Pedro Mariscal, alias Santiponce, un par de banderillas, tan reunido que el toro le arrolló, lo tiró al suelo, y ya iba a meterle la cornada en la ingle cuando bajó del cielo el ángel de la guarda vestido de banderillero, y acercándose al lugar de autos, mostró el capote, enceló en sus pliegues escarlata al toro y se lo llevó lejos, embebido en las bambas. Si Santiponce dijo en aquel dramático instante una jaculatoria, no se sabe, pero lo más probable es que la hubiera dicho. Aquello de "Ángel de la guarda, dulce compañía..." es lo que cuadraba. También habría podido decir, "Paco Puerta, dulce compañía..." Es el caso que, obrado el milagro, el público prorrumpió en una ovación, la más sonora de la tarde, y los médicos, desde su burladero, aplaudían también, y hacían gestos de inmensa felicidad, entre otras cosas porque el dulce Paco Puerta les había evitado buen trabajo.

Pedro Mariscal Santiponce necesitaba ángeles de la guarda varios o a Paco Puerta en dedicación exclusiva, porque en el cuarto toro, al hacer la rueda mortífera esa que montan los de su oficio para que el toro doble por efecto de la mala estocada, se volvió a caer. Y en el tercio de banderillas del sexto, no banderilleaba ni nada, mas al verlo el toro, mugió: "¡El de antes!", y le pegó un arreón impresionante, una carrera a pelo, y le hubiera alcanzado los bajos bajeros si no llega a guarecerlos Santiponce en el burladero.

Estos fueron los incidentes que dieron amenidad a la corrida. Ni el público ni nadie querían semejantes incidentes pero ya queda dicho que los designios del Señor son inescrutables. 0 sea, que Dios dispone. Lo que quería el público en general y la afición en particular eran toros bravos y toreros buenos. Ahora bien, no siempre Dios y el público se ponen de acuerdo. Suele acaecer que los toros buenos les salen a los toreros malos, o al revés, y si por raro acaso la providencia permite que las adecuadas concordancias se produzcan, pues a lo mejor pone un nubarrón sobre el coso, y va y llueve, o se levanta un indómito vendaval.

A veces Dios deja hacer y son los propios hombres quienes desaprovechan su permisividad. Por ejemplo, ayer, hubo algunos toros buenos. Uno le salió a Emilio Muñoz, que lo toreó sin templanza. Otro a Finito de Córdoba, que lo toreó con hondura y sentimiento, en varias tandas de redondos. En los naturales ' por el contrario, perdió los papeles, pues no cogía el ritmo, cedía terreno al rematar, y el toro, desencelado y desengañado, empezó a pararse.

A un animalejo anovillado y pastueñito, Fernando Cepeda le metía pico horroroso. A otro reservón se puso a darle derechazos, como si se los pagaran a destajo. Emilio Muñoz: estuvo desconfiado y precavido con un torote manejable, al que Gregorio Cruz Vélez había prendido dos soberbios pares de banderillas. Y Finito al revés -es decir, precavido y desconfiado- con un manso. Tantas precauciones eran excesivas para el escaso fuste del ganado que saltó al albero y, sobre todo, porque el ángel de la guarda permanecía vigilante. Con cara de disimulo y vestido de rosa y negro, pero vigilante, al fin.

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