La vergüenza de haber sido
La antigua obsesión de Europa de configurar el mundo a su imagen y semejanza halló, a partir de la II Guerra Mundial, su primer escollo en el ascenso y consolidación de Estados Unidos, ya que evidentemente éste tenía un propósito similar. Hoy, cuando la supremacía militar norteamericana compensa de alguna manera el poderío económico de Europa y Japón, la lucha por la imagen sólo ha comenzado.Japón, pese a su demostrada pujanza, se halla al margen de una competencia que, para su inconmensurable paciencia y visión a largo plazo, es apenas una gresca entre occidentales. Japón no apuesta sus yenes a la conquista de una imagen, cualquiera que sea. Sabe que podrá penetrar mercado tras mercado, pero que nunca podrá enamorarlos. Occidente fue y será capturado por la perfección de sus aparatos, cámaras fotográficas, automóviles, televisores, vídeos, etcétera, y hasta los adquirirá masivamente, pero en medio del humo bursátil y la euforia de los shopping centers, siempre mantendrá un pestañeo de menosprecio frente a esos pragmáticos sacrificadores de ocio. Europa y Norteamérica no pueden creer que esos ojos rasgados sean capaces de ver más lejos que sus propios ojos redondos, astigmáticos y codiciosos.
Las actuales inversiones (por suerte, sólo mercantiles) japonesas parten de esa desventaja, de su conciencia de ser un país pequeño y frágil. No han olvidado Hiroshima (¿quién podría olvidarlo?), pero su venganza no parte del ojo por ojo, diente por diente, sino más bien del voto por voto, cliente por cliente. Ya que no pudieron generar la respuesta militar que se merecía s la bomba de Hiroshima, decidieron adueñarse del Rockefeller Center y colmar el territorio norteamericano con autitos rendidores y bien diseñados. Algo es algo. Por eso, cuando el presidente Bush regurgita sobre el primer ministro nipón, esa innovación en los estilos diplomáticos quizá pase a la historia como la náusea del despecho.
Ahora bien, en el ámbito de la imagen, hay una zona en la que Estados Unidos y Europa occidental (y en particular sus sectores más reaccionarios) no sólo no se desafían, sino que actúan de consuno. Me refiero a la Santa Cruzada contra las izquierdas que en el mundo han sido. Por más que la crisis del Este haya superado sus fantasías más alucinógenas, lo cierto es que al Gran Capital le vino de perillas. La simbólica caída del muro de Berlín le devolvió al capitalismo la iniciativa ideológica. La izquierda enmudeció, y, en consecuencia, lo que había sido un diálogo entre paradigmas se convirtió en monólogo omnipotente.
En poco tiempo, todas las piezas cambiaron su posición en el tablero. Ante la súbita reaparición de la xenofóbica ultraderecha y los movimientos neonazis, la derecha tradicional procuró desmarcarse y se llamó a sí misma centroderecha; a su vez, al centro no le gustó esa vecindad y pasó a llamarse centroizquierda. Los liberales, por su parte, se transformaron en neoliberales. Todos quieren lucir mejor. Adoptan prefijos moderadores. Cambian de apariencia con fruición y desparpajo. Curiosamente, los ficticios reajustes del nomenclátor miran hacia la izquierda. Después de todo, un leftist look no queda mal, y a esta altura de la historia sagrada nadie quiere ser gorila, ni siquiera orangután.
Sólo cierta izquierda, cuando intenta cambiar, lo hace hacia la derecha. Y ahí sí, el rightist look suena a oportunismo. Algunos comunistas ya no se llaman así, sino socialistas, lo que aún mantiene cierta coherencia histórica, pero otros socialistas se autotitulan socialdemócratas, y a más de un socialdemócrata se le cae el social. Sin olvidar a algunos meteoritos que, casi sin dejar estela, se mudan de la ultraizquierda a la ultraderecha.
En realidad, puede comprenderse que los sectores más conservadores quieran parecer liberales, pero ya es más dificil de entender que los de izquierda quieran derechizarse. Si es para conquistar los votos de la reacción, mal encaminados están, ya que la gente conservadora siempre preferirá votar a un partido de derecha -antes que a otro de izquierda que se finge conservador. Los recientes retrocesos de socialistas y/o socialdemócratas en Francia, Suecia y Alemania muestran la inutilidad de esos esfuerzos.
Por otra parte, debe reconocerse que cada vez es más incómodo ser de izquierdas. Pero también más necesario. La derecha (y su avanzada más difundida: el capitalismo salvaje) tiene siglos de experiencia en el Tercer Mundo, y éste, debido precisamente a esa experiencia, está cada día más pobre, más desnutrido, más inerme, más insalubre, más doliente. Es notorio que el Primer Mundo vive y medra a expensas del Tercero. La prosperidad de europeos y norteamericanos no sólo se basa en sus adelantos tecnológicos, sino también en los salarios miserables y en el analfabetismo de los países pobres.
Si las izquierdas (de todos los mundos) no se preocupan, en acto de convicción solidaria, por la dignidad y la soberanía de esos pueblos maltrechos e inmolados, ¿quién va a preocuparse? ¿Las inexpugnables transnacionales? ¿Los presidentes tenistas? ¿El Fondo Monetario Internacional? ¿La nueva ONU, filial del Imperio? ¿Juan Pablo II, que contempla la pobreza desde el papamóvil? Y en última instancia, ¿quién va a preocuparse de nosotros mismos? Si la humanidad se quedara sin izquierdas, renunciaría a su mejor y casi única posibilidad de cambio, a su raigal vocación de justicia. La onda de un posmodernismo básico propugna un egoísmo frívolo, insustancial, para el que la palabra solidaridad carece de sentido. Las encuestas pregonan que los jóvenes no confían en nadie, que vegetan en el descreimiento. Me niego a aceptar, sin embargo, que se dejen despojar, sin ofrecer resistencia, de un sentimiento tan vital y confortador como es la solidaridad.
Una de las metas actuales de la sociedad capitalista es introducir en la izquierda un sentido de culpa de dimensión universal. Que los crímenes de Stalin o el latrocinio de Ceausescu nos enfanguen a todos. Y además, que junto con el estalinismo caigan algunas leyes sociales (por ejemplo, sobre la mujer, sobre el niño) francamente beneficiosas; que, junto con los dolos de Ceausescu, sean eliminadas notorias conquistas en salud pública, enseñanza, vivienda. Mediante la prolongación de falsas coordenadas, a los medios capitalistas les sale barato desautorizar toda opinión de izquierda, todo intento de denunciar la injusticia de un sistema. Su objetivo es convertir al hombre progresista en enemigo de su propio pasado, cuando precisamente es en ese pasado donde quizá tuvo lugar la etapa más generosa de su vida.
Un viejo tango nombraba "la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser". Hoy esos versos podrían ser un retrato de cierta izquierda vulnerable, desguarnecida, esa que encoge a la primera lluvia. En conclusión: no hay que tener vergüenza de haber sido, y, para no sentir el dolor de ya no ser, lo mejor es seguir siendo. De izquierda, claro.
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