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Tribuna
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Lectura subterránea

El autor, que ha sido corresponsal de prensa y televisión en varias capitales de Europa, narra en este artículo sus experiencias en el metro y las posibilidades que ofrece este tipo de transporte para leer o incluso para encontrarse con un almirante británico. Y en los vagones, dice, leen más libros las mujeres.

El vagón del metro me recuerda hoy una lata de la casa Albo. Mi vecina de a pie se agarra con una mano a la barra cercana y con la otra sostiene un libro. No se me olvidará el título porque durante todo el trayecto lo veo casi metido en mis ojos: La historia del señor Sommer, de Patrick Süskind. Admiro la tozudez cultural de la joven viajera en condiciones de equilibrio tan precarias. Observo desde hace años en el metro que la mujeres leen más libros que los hombres. Muchos títulos los ocultan bajo un forro de papel. ¿Para que ni o se estropeen o para proteger la intimidad? Con un libro en la mano desvelamos muchas veces nuestra personalidad, nuestras inclinaciones, nuestra curiosidad malsana ...Hay de todo en este salón de lectura rodante. Un día es una chica aparentemente tímida la que lee un libro titulado Las furias. En otra ocasión, una joven de ojos muy abiertos protegidos por unas gafas lee un grueso volumen de Oriana Fallaci, cuyo titulo no atino a ver. También hay chicas jóvenes que estudian. Mi vecina de asiento subraya unos apuntes sobre la Donación, que me catapultan por momentos a la parada de metro de Tribunal, Facultad de Derecho, "Gibraltar español...".

Rememoro otro mundo desde este vagón moderno. Veo, como en la última película de Pilar Miré donde el tiempo actual se superpone al tiempo pasado, el metro madrileño de mi época estudiantil. En aquellos vagones, que oigo ahora rodar con estrépito entre carreras de ratas, se impartían lecciones de sexología rudimentaria. Las aglomeraciones emparejaban cuerpos y almas. Los vaivenes eran excelentes cómplices. ¿Quién leía en esas circunstancias?

Un almirante

Un día descubrí que el metro no era el medio de locomoción exclusivo para pobres, obreros de la construcción, chachas de servicio, soldados rasos y "estudiantes nocherniegos" como diría el clásico Arcipreste. Fue en el tube de Londres, cuando me topé con un almirante de la Royal Navy. Lucía en su pechera una chatarrería de condecoraciones. Aquel marino me produjo una subversión de valores. ¿Soldados con generales? ¿Obreros portuarios junto a ejecutivos de bombín y paragua? ¿Mujeres de la limpieza codo a codo con damas encopetadas que iban al concierto del Albert Hall? Recién llegado a la España de los valores eternos, nunca olvidaré aquella lección práctica de democracia.

Pero también aprendí cómo la letra, con velocidad subterránea entra. Leí muchísimos títulos en mi cotidiano viaje por la Northem Line. Ahora, en este travelling a través del tiempo, veo a una chica que lee Ceguera de amor, de Maruja Torres. Imagino que se habrá fijado en mi pequeño libro, Breviario de aforismos, de Christoph Lichtenberg. Pero no sabrá nunca en qué pienso cuando leo: "Una muchacha, ciento cincuenta libros, unos cuantos amigos y una perspectiva de aproximadamente una milla de diámetro: aquello era el mundo para él".

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Manuel Piedrahíta es periodista y ha sido corresponsal de TVE.

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