Aquella inolvidable lección de temple
Alterné con Juan Belmonte en una corrida de la Semana Grande de San Sebastián, en agosto de 1934. El cartel era toros de Murube, para Belmonte, Armillita y El Estudiante. Recuerdo que Juan me impresionó muchísimo. Primero, por estar junto a él, ser su compañero de lidia; téngase en cuenta que yo tenía entonces 23 años y llevaba dos de alternativa, mientras el maestro, ya veterano y máxima figura del toreo, era una leyenda viviente. Segundo, por su forma de torear.Las faenas que hizo Belmonte aquella tarde constituyeron para mí una lección inolvidable. Recibió sus toros a la verónica cargando siempre la suerte y avanzando hacia los medios, para rematar con la famosa media verónica. Inició su primera faena con cuatro ayudados por alto, también cargando la suerte y barriendo el lomo del animal de cabeza a rabo. Al terminar la serie hizo un desplante a dos dedos de la cara del toro y lo cogió de un pitón porque -cosa insólita- con aquellos cuatro muletazos lo había dominado totalmente. Luego toreó por naturales, remató con el célebre molinete, se perfiló en corto y mató de una estocada.
Luis Gómez, El Estudiante , es el decano de los matadores de toros, retirado
Zarzuela barroca de José de Nebra con texto de Antonio de Zamora. Transcripción musical: Alicia Lázaro. Director musical: Christophe Coin. Director escénico: Juanjo Granda. Teatro de La Vaguada. Madrid, 10 de abril.
Todo esto se cuenta en pocas palabras, pero el recuerdo añade múltiples matices, porque aquel toreo tenía una enorme profundidad. Belmonte había aportado al toreo el temple y había añadido a los cánones de parar, templar y mandar cargando la suerte la técnica de ligar los pases. En la evolución de la fiesta se ha llegado a un toreo en el que no se carga la suerte ni se ligan los pases, y los toreros acostumbran a irse lejos del toro, volver... Esto era impensable en los tiempos de Juan y en mi época, no sólo por la estética del toreo, sino por las características del toro.
Casta agresiva
El toro era en aquellos tiempos totalmente distinto al actual, tanto en su aspecto físico como en su comportamiento. Se trataba de un animal aleonado, cuajado, muy alto por delante y bajo por detrás, con un enorme morrillo; y tenía una gran casta agresiva. Si durante la faena te ibas de la cara del toro, cuando volvías daba la sensación de que había crecido dos cuartas, pues te esperaba engallado y retador.
Tampoco se le podían dar los pases echando el paso atrás, porque te comía. Antes, al contrario, había que cargarle la suerte, irle ganando terreno, llevarle embebido y ligándole los pases, para que fuera siempre sometido. En este aspecto, Juan Belmonte, con su sentido del temple y la belleza que imprimía a los muletazos acompañándolos con el cuerpo -componía verdaderas esculturas-, fue perfecto.
Los aficionados actuales deberían saber que, toreando así, sólo se podía dar una docena de pases o pocos más, pero al público le llenaban más que 40 de los habituales en el toreo moderno. Las faenas, sin perderle nunca la cara al toro, cargando la suerte, ganándole terreno sin parar y absolutamente ligadas de principio a fin, tenían gran emoción, y los toreros corríamos grandes riesgos. El propio Belmonte sufrió muchas cogidas hasta que alcanzó la plenitud del arte. Quiero decir del arte de torear bien, y, en este sentido, ha sido el gran revolucionario, el precursor de todo el toreo contemporáneo. Principalmente mientras hubo toro con las características que antes apuntaba. Después de la guerra, el toro cambió y el toreo también.
Conservo una billetera de piel de cocodrilo, dedicada, regalo de Belmonte por un toro que le brindé en Talavera el año 1944. Fuera del ruedo estuve con él en diversas ocasiones, y me pareció una persona inteligentísima, que hablaba poco, pero, cuando lo hacía, siempre sorprendía con alguna frase ingeniosa.
La última vez que le vi fue pocos meses antes de su muerte, en el café El Abra, de la Gran Vía madrileña. Recuerdo que estaba pletórico de optimismo y me contó que se encontraba muy fuerte, hasta el punto de que cada día practicaba el acoso y derribo en su finca o en otras donde le invitaban. Naturalmente, tal estado de ánimo no hacía prever el fatal desenlace.
Han pasado 30 años de aquello. Y casi 60 desde que alterné con el maestro. Son muchos años. Pero a mí me parecen pocos, pues mantengo vivo su recuerdo.
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